lunes, 30 de noviembre de 2009

Feliz

Hay sensaciones infantiles que nunca se olvidan. Que se quedan ahí, guardadas en alguna parte recóndita de la memoria, y aparecen en situaciones precisas. En ese momento eres niño otra vez. En mi caso tienden a ser físicas y tienden a ser con la nariz. No sé por qué. Como esa sensación colectiva de vuelta al pasado que produce el chispotear de la Coca Cola en la cara, en la nariz. El otro día, un domingo frío - sola en casa, en pijama y varios sweaters, medias y cobija – me hacía un café de tardecita. De estos para pasar la hora del burro y de estos que en estos días también sirven de reguladores de temperatura corporal. Allí parada en la cocina, esperando a que el café saliera en la cafetera, miré por la ventana. Ese lado de Madrid, que no sé si es Norte, Sur, Este u Oeste porque se me dan muy mal los puntos cardinales, cubierto por una nube gris y de aspecto húmedo. Vi salir humo de algún lugar, una chimenea pensé. El vidrio de la ventana estaba empañado. Pequeñas gotitas y una capa de humedad lo cubrían fuera de mi alcance. Me acerqué para ver más. Pegué la nariz del vidrio. Al contacto de la superficie fría con mi nariz lo sentí. No hubo un recuerdo claro, sólo una sensación vívida de niñez. En ese momento, con frío, esperando al café y mirando el nubarrón sobre la ciudad, me di cuenta de que era feliz. Fue un descubrimiento grato, pero con poco de descubrimiento. Fue más una asunción de algo cierto, un hacer las paces con algo que es verdad, un sumirse en una serenidad de entender lo ya sabido. Suspiré. Y el vapor manchó el vidrio. Recordé ser niña. Y supe que era feliz.

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