domingo, 28 de febrero de 2010

Al lado del tocadiscos

Una vez viajé en el tiempo. No fue una de esas experiencias de segundos en que un olor te transporta o una foto te recuerda un momento. Esta vez estuve allí. Volví a mi pasado. Y estuve con cámara subjetiva, viéndolo todo desde mi pequeña altura de ese momento.

Estaba en casa de un amigo. Oíamos a Charly García. No lo había oído en más de 15 años, pero en ese momento no lo sabía. Era música de fondo. Música que ambientaba nuestra conversa - creo que sobre el país - aderezada por ron y cigarrillos. Hasta que sonó esa canción. Con el primer acorde yo ya no estaba allí. Cerré los ojos sin darme cuenta. Estaba en mi apartamento de Chacaíto. El del edificio Apamate. Piso 12, N° 125.

Lo recorría de nuevo. Estaba al lado del tocadiscos, donde otras veces había sonado esa canción, donde otras veces había bailado canciones de Las Flans, al pie del que había jugado con mis muñecas. Estaba la mesa, en la que nunca comimos y que nunca supe muy bien para qué estaba allí. Estaban los cuadros, ese de fondo azul y especie de rayas blancas y de colores que siempre me gustó tanto. El de Botero del dictador. Estaba la biblioteca llena de libros. El poster de Amnistía Internacional detrás de la puerta de entrada. La pecera. La sala con el baúl como mesa de centro. El balcón que daba a ese parque tan maravilloso en el que imaginé tantas aventuras. Estaba el olor que no sé describir: a polvo, a libros, a casa.

El viaje duró lo que duró la canción. Mi amigo no se dio cuenta. Siguió hablando, pero yo no lo oía. Cuando regresé tenía una extraña sensación de desconcierto. La canción era Inconsciente colectivo, qué adecuado. Recordé que ese disco de Charly había sido parte de la banda sonora de mi infancia. Que lo había cantado a voz en cuello con mi mamá en ese apartamento, sin entender muy bien el significado de las letras.

Acabo de ver Summer Hours de Olivier Assayas. Es una película sobre el cambio, sobre el pasado y el cambio. Mientras la veía pensé que siempre se habla de que no deberíamos apegarnos a los objetos, a las cosas, que la vida no es eso. Pero en el fondo sí lo es. Lo que poseemos no importa por el sentido de posesión, sino porque está lleno de recuerdos. Cada pasillo de una casa, cada cajita en una mesa, cada pieza de ropa. Todo está asociado a momentos de nuestras vidas. Nos ofrece un pasaje al pasado.

No creo en aferrarse a lo que ya no está, pero sí creo en resguardarlo, en revisitarlo en ocasiones nostálgicas para recordarnos quiénes fuimos y quiénes somos. El hombre se ha obsesionado siempre con encontrar la manera de volver atrás. Lo que no comprendemos es que viajar al pasado es posible. No cuándo queremos o a dónde queremos. El viaje se presenta sin avisar, sin check in o puerta de embarque. Y, tal vez, por eso nos deja aturdidos. Pero como todo buen viaje, a pesar de regresar cansados y felices de estar en casa, te deja un sentimiento cálido, una certeza de haber vivido algo importante, algo que será importante siempre, aunque haya durado poco.

miércoles, 17 de febrero de 2010

Memoria fotográfica

Recuerdo que una vez, para un trabajo de la universidad, hablé de la fotografía. De cómo es la escenificación perfecta de un instante, el recuerdo de un momento impreso en papel – o colgado en facebook, para los de nuestra era -. La fotografía, en papel o en el ordenador, tiene la capacidad de trasladarnos a un lugar, de captar ese segundo en que fuimos felices, de retratar el pasado con aires – siempre – de presente. Hay una fotografía de mis papás que me encanta. Me ha seducido desde niña. Es en blanco y negro. Allí están, los dos, a principios de su relación. Cuando ya se sabían queridos el uno por el otro pero no sabían que duraría tanto. Retrata un momento juguetón. Un instante feliz. Un regreso a la infancia de dos adultos sumergidos en, lo que sabemos, es el mar de la complicación de las relaciones.

Mi papá – un hombre serio, que por serlo no deja de tener muy buen humor y ser increíblemente tierno – saca la lengua. No al lente. No a mi mamá. Saca la lengua en gesto travieso. Y mira a la nada. Celebra, con la felicidad absoluta que sólo tiene la infancia, el hallazgo de un trozo de hielo. Lo lleva en la mano. Es grande. Al fondo hay un río. El trozo de hielo viene de allí. Flotaba perdido hasta que fue rescatado para sobrevivir para siempre en la memoria de lo impreso. Mi papá lo sostiene triunfante. Mi mamá lo mira. Ella sí lo mira. Sonríe ampliamente. Con una de esas sonrisas que irradian ternura, con esas sonrisas que denotan cariño. Ambos están abrigados. Es invierno. Pero el gesto de ambos transmite calidez. Ese hielo inmortalizado por la cámara de alguien que desconozco desentona. No desentona en términos técnicos, pero sí en la temperatura de la foto. Es invierno, hace frío, sí, pero la imagen retrata todo menos eso. Retrata calor, cercanía, afecto. Retrata una historia por compartir, retrata los momentos que vendrían. Retrata un futuro.

Esa foto me seduce desde niña porque me descubre a unos papás antes de ser papás, a unos papás como yo. Me descubre a dos personas con sensación de posibilidad, con apuestas al porvenir. Porque me dice que antes de ser mis padres, fueron. Y en ese ser encontraron un trozo de hielo, un invierno, en un río. Y regresaron a su infancia y recordaron lo absoluta que puede ser la felicidad por un instante. Y, por casualidades del destino, ese instante, ese instante y no otro, quedó impreso para que, años después la hija de ambos pudiese contemplar esa foto con una sonrisa muy parecida a la de su madre, una sonrisa cálida y tierna, ante ese pasado que no fue suyo, pero que existe en su memoria como un recuerdo. Un recuerdo impreso en papel fotográfico que, a pesar del paso del tiempo, se parece mucho al presente.

martes, 9 de febrero de 2010

Soundtrack nocturno

Madrid es silenciosa de noche. No es que no pasen carros por la calle o gente hablando o borrachos cantando. Pero es silenciosa. Más que silencio lo que caracteriza su noche es el desconocimiento de un sonido. No me tomó más de dos minutos extrañarlo cuando llegué. Es un sonido familiar a todos quienes han vivido en Caracas, uno que ya ni se oye – tan acostumbrados estamos a darlo por hecho -, que se difumina tras la radio del carro o las conversaciones. Es un sonido que tiene cierta sensación cálida, de chocolate caliente en día de lluvia. Que hace de la noche en esa ciudad una oscuridad menos temible.

Las ranitas caraqueñas, incapaces de callar, eliminan la posibilidad del silencio. Son el soundtrack del final del día. Un disfrute plácido que contrasta con lo caótico de la ciudad. Un recuerdo de que, aunque el concreto lo intente, lo verde puede más en ese desbarajuste carreteras y edificios observado por El Ávila que es Caracas. Es una especie de triunfo leve sobre el día a día. Un recuerdo de que, aunque la ciudad parezca hundirse, queda algo de lo que conocimos cuando fuimos niños, algo de quiénes éramos.

Y Madrid es silenciosa. No conoce ese soundtrack. Y tendrá otros. No lo pongo en duda. Pero el mío siempre será ese. Sin importar dónde esté ese agudo llamado nocturno sigue grabado en mis oídos, dispuesto a dar al play cuando se lo pida. Más leve, pero igual de familiar.

Caracas no ha sido santa de mi devoción desde hace mucho, pero el vacío de sonido que genera la falta de sus ranitas cantarinas me recuerda que, a pesar de todo lo que la deteste, esa ciudad caótica y desordenada es capaz de generarme ternura y una sonrisa nostálgica en la distancia.

lunes, 8 de febrero de 2010

Una gota de sangre en el andén

No está limpio, pero no se puede decir que esté sucio. Está sólo usado, caminado, tiene historia. Historia de esa que no borra una escoba o una fregona. Esa que se queda pegada, agarrada fuerte. Pero eso no es lo que llama mi atención. Veo ese piso todos los días, o casi todos, de regreso de clases. Lo que atrae mi mirada, por casualidad y por falta de tener un libro o alguien con quien hablar mientras espero el metro, es una mancha de sangre. Es sólo una gota. La verdad no sé si es sangre. Es roja, la gota, pero de un rojo poco pesado, casi alegre. Me sorprende oírme pensar en la espesura de la sangre, saber cómo es. La última vez que vi sangre en el suelo, que recuerde, era un charco y estaba en la Plaza Miranda y yo iba camino al periódico. Esa vez me asusté. Fue una corroboración de que ese lugar, por el que pasaba todos los días, no sólo era escenario de vidas, sino de muertes. Intenté y logré borrar el pánico de mi cara. Primera recomendación cuando se camina por el centro de Caracas: Nunca actuar como que algo de lo que ves está fuera de lo normal. Al parecer evita – en mi caso, aunque no sé si fue eso, lo hizo – que los malandros te elijan como presa. Eres de ahí, uno más de los nuestros, uno de los que se conocen las reglas y que ve charcos de sangre como quien ve un hombre pasar la calle: con indiferencia. El suelo del centro era también de esos con historia, probablemente más que el de Atocha. Ajado por los pasos de quienes todos los días caminaban por allí hacia alguna parte. Ésta vez, ésta gota, no me generó miedo. Sólo me hizo preguntarme qué habría pasado. Tal vez alguien tuvo un inesperado sangrado nasal, tal vez alguien se cortó con el filo de la página de un libro, tal vez un pintor derramó un poco de su acuarela. Me sorprendió pensar cómo lo que se asocia a algo está directamente relacionado con el lugar y con cómo estás. La “traducción” de la que hablaba un profesor en clase. No me pasó por la cabeza, hasta que me sorprendió que no hubiese pasado, que esa sangre fuese producto de algo violento. Y me di cuenta de que no sólo estoy en Madrid, muy lejos de Caracas. Sino que estoy lejos de Caracas. Lejos de pensar, al borde de un charco de sangre en la acera, en el hombre que desapareció allí, que dejó de respirar y existir allí, a centímetros de donde mis pies estaban, pasando por ese suelo con historia, camino de alguna parte.