miércoles, 1 de julio de 2020

Take a sad song and make it better

Jude. Así se llamaba mi Ipod, el que me acompañó todos los días en mi camino de ida y vuelta al periódico en una Caracas cada vez más insoportable y el que le dio la banda sonora a unas vacaciones en 2007 que cambiaron mi vida. Jude tenía ese nombre por los Beatles (cómo no), por esa canción famosa que amo (y con la que pensé que moriría asesinada junto a Andreina hace décadas en El Junquito...contexto: casa aislada, pasillos oscuros, perro llorando y Hey Jude a todo volumen, el momento ideal en que aparece un asesino con un hacha). Y detrás tenía grabada una frase de letra, una solicitud: Take a sad song and make it better.
Youtube hizo de Jude algo arcaico... y luego Spotify lo enterró. Pero siempre que oigo música de esos tiempos, música que olvidé que existía y escuchaba solo por estar descargada en Jude, música que fue tan importante en un tiempo... vuelvo a esos momentos. Spotify no puede presumir de lo mismo. Al igual que con las fotos, como comentaba hace poco con un amigo, el acceso al todo hace que las partes, que los detalles, dejen de ser trascendentes, dejen de brillar y tener vida propia. Hoy las canciones se olvidan entre la multitud de posibilidades y una imagen puede ser tan intrascendente que solo vale para subirla temporalmente a una red social.
En los tiempos de Jude visité amigas en Europa en 2007. Por primera vez pisaría otros países que no fuesen España, por primera vez viajaba como adulta, por primera vez entendía que tal vez mi depresión, mi ansiedad y mi ira no eran mi personalidad sino estados de los que se podía salir. Por primera vez entendía que sí, que tenía que irme de Venezuela si quería ser esta persona capaz de disfrutar la vida que ya no reconocía.
Durante ese mes de viaje, ese tiempo sola, esas caminatas y esas cervezas en terrazas con una libreta en que escribía intentando entenderme e intentando guardar memorias de esos instantes, la música de Jude me acompañó siempre... como también lo hacía en mis odiseas llenas de amargura en Caracas. Pero en este viaje Jude cumplió su cometido: me acompañó en un momento en que estaba mal y supe que podía estar mejor.
Últimamente, y como he concluido más o menos en terapia, paso por otra crisis similar. Jude ya no está conmigo, pero sí la necesidad de que convierta las canciones tristes en que a veces vivimos en algo mejor. Y es por eso que busco a Jude en los espacios pasajeros de Spotify y Youtube. Porque hay cosas que son hogares a los que regreso. Series, comidas, canciones... son espacios en que puedo volver a tiempos esperanzados, lejanos... las canciones de Jude, esas que ya no tengo a mano, y que a veces me encuentro de casualidad (y despiertan mis lagrimales de inmediato), son esos lugares. Son un viaje en el tiempo a un momento en que tomé decisiones importantes, un momento en que sentí la inmensa posibilidad de lo desconocido y la promesa de todas las cosas que aún podía hacer.
Ya no estoy en mis veintes, las circunstancias han ido mellando mis ganas, mis creencias en posibilidades y mis ilusiones con respecto al mundo... pero no por ello he vuelto a ser esa persona deprimida, ansiosa e iracunda que fui. Soy otra, aunque a veces me deprima, sienta ansiedad o me consuma la ira. Soy otra porque no solo Jude podía "Take a sad song and make it better". La vida, los años y la gente que te rodea también lo hacen: hacen de tus momentos tristes, momentos en que sabes que puedes estar mejor. 

miércoles, 1 de abril de 2020

Añorar al otro

Nunca he sido alguien que deteste estar en casa. No es casual que en cuanto me mudo a un nuevo piso hago nido de inmediato, aunque tenga que morir durante horas vaciando cajas, colocando libros y colgando cuadros. En cada mudanza el salón de mi casa, el lugar en que se está y se vive más, ha estado habitado y habitable desde las primeras horas (a costa de diversos dolores de espalda). Con esto quiero decir que estar metida en casa no es algo que me haga sentir inquieta o atrapada. Mis planes de fin de semana necesitan, siempre, uno de los dos días dedicado a cocinar algo de larga duración mientras tomo vino. Hacer siestas en el sofá con el perro hecho bola tras mis piernas es una sensación de paz como pocas. Y pensar en nuevos adornos o plantas para hacer más acogedor el espacio es un estado permanente. Pero llegó el aislamiento. Esa extraña forma de existir antisocialmente para una especie que es de todo menos antisocial. Y no es que mi casa se me haya hecho pequeña, o que me sienta atrapada, pero el aislamiento obligatorio es un ejercicio como pocos haremos en la vida. Esta es la tercera semana en casa. Nosotros salimos todos los días (uno por la mañana y otro por la tarde) a pasear a Brownie. Por lo demás he visitado el supermercado una vez, la frutería otra vez y la farmacia una más. Y cada salida deja una desazón mezclada con miedo que la calle nunca tuvo. Alejarse instintivamente de la gente es todo menos instintivo. No sonreírnos, no mirarnos es la norma. Parece que al no salir de casa nos hemos convertido en seres tímidos y miedosos que añoran en silencio ansioso al otro y no saben cómo decirlo. Solo lo decimos desde los balcones. Desde el espacio que creemos seguro expresamos nuestra nostalgia por los demás, nuestro deseo de volver a verlos pasando de cerca en la acera, ocupando todas las mesas de una terraza o en un atiborrado vagón de metro. Porque no solo extrañamos a los nuestros. Eso no es noticia y eso se resuelve con muchas llamadas y zooms, y fotos y Instagram y grupos y quedadas virtuales. No hablo de esa añoranza. Hablo de la añoranza de la presencia del otro ajeno, del desconocido, de los millones de desconocidos que sabemos que nos rodean y que hasta este momento dimos siempre por sentado. 
No me siento extraña en mi casa, no se me hace pequeña, ni me siento solitaria. Pero el aislamiento sí ha convertido la experiencia de salir a la calle en algo solitario. Y no solo por las distancias de seguridad y el no poder reunirse. Estos momentos son solitarios porque nos evitamos, nos evadimos, nos escapamos de los demás huyendo de lo que los hace y nos hace humanos: la cercanía. Este aislamiento no es solo social es emocional, está reescribiendo la manera en que nos entendemos y entendemos nuestros espacios y a los demás. Es a la vez un ejercicio de responsabilidad por el otro y una difuminación de la presencia del otro como parte de nuestro día a día. Somos responsables con el otro, lo queremos, lo añoramos, lo protegemos huyendo de él. Este aislamiento es una gran paradoja. Y no, no tengo nostalgia por salir de casa -salvo la normal por salir a cenar con mi chico o quedar con amigos o ir a un museo-, pero sí por volver a entender al otro ajeno -al pasajero, al difuminado en la rutina diaria- como parte de mi vida, como acompañante, como un co-habitante visible y tangible de mi ciudad, país y planeta. 

miércoles, 4 de marzo de 2020

Fuerteventura

El día que llegamos el paisaje es interminable y polvoriento. El horizonte se pierde bajo un arena amarillenta que filtra la luz del sol y le da a todo un aura encantado, como de otro mundo. Esa sensación -la de haberse transportado a una dimensión ajena a lo conocido- viene de la calima, que en esta ocasión, nos dicen, es la peor que se ha visto en décadas. Este arena del desierto que viaja kilómetros para invadir aires nuevos y reemplazarlos por "el más tóxico del mundo" cubre el cielo y las vistas, pero por alguna razón no parece amenazador. Puede que sea por esa luz dorada que refracta o el hecho de que cubre sin cubrir lo que está más allí... dando un halo de misterio a un paisaje que ya es extraño y que con su presencia solo se hace más interesante.
El mar está allí, atrás. Disimulado por el polvo que respiramos mientras un coche nos lleva a través de una carretera recta y extensa. Pero incluso con la calima, el olor del mar llega a nuestras ventanillas, desde donde miramos pequeñas y sinuosas colinas que de vez en cuando decoran lo que es el paisaje de Fuerteventura: planicies y más planicies. Aridez y más aridez. El verde no existe. No hay árboles o césped. Todo es arena, todo es sequedad, todo es plano. Y de alguna manera eso hace que la calima se sienta adecuada, como una inmigrante que ha llegado verdaderamente a su nueva casa. 
Este es un lugar ajeno a lo que la civilización ha hecho del planeta, o por lo menos parte de él lo es. Sí, hay resorts y turistas y piscinas climatizadas y water taxis, pero lo interesante de este lugar no es lo que comparte con el resto de los demás lugares llenos de resorts y turistas y piscinas climatizadas y water taxis; lo interesante es lo que lo distancia, lo que lo aleja tanto que parece un planeta extraterrestre en el que lo civilizado se negó a llegar a destruir, donde la naturaleza optó por dejar cosas por hacer, donde la roca volcánica negra y retorcida convive con dunas de arena blanca que invaden la carretera. Es un lugar inhabitado lleno de gente dispersa. Un lugar vivo lleno de tierra seca. Un lugar negro y dorado (y azul... y qué azul). Un lugar de viento intenso y mar tranquilo. Un lugar de centros comerciales y de casas de pescadores sin electricidad. Un lugar con carriles bici sin ciclistas. Un lugar en que hasta hace solo unos años nunca hubo parquímetros porque no eran necesarios. Un lugar pequeño en que hay trayectos de más de horas en coche.
Fuerteventura es y no es. Hay tanto espacio sin tocar que la sensación es de haber viajado al pasado, de ser un explorador en tierras por descubrir, es abrumadora.
Fuerteventura es un lugar en que la escultura es de niños -con rostros reales- que miran al cielo, abandonados en el medio de la nada y esperando, quizá, que los busquen sus ancestros extraterrestres. Es un lugar en que la escultura es un grupo de personas adultas que caminan sin moverse bajo metros de agua de mar. Perdidos, solos.
Es un lugar que es casi intangible, incomprensible.
Es un lugar que es como una duna, como una ola, como la lava. Un lugar que es una cosa y que es otra, que es el todo enorme y la suma de sus ínfimas partes, que está y no, que se entiende y se duda, que, como la calima, se percibe más que se ve. 

viernes, 20 de diciembre de 2019

La casa

Es una casa llena de una vida que se acabó. Allí está Bianca corriendo a la puerta a recibirnos, mi papá leyendo el periódico en esos bonitos pero poco cómodos muebles de madera de la sala, mi mamá fumando un cigarrillo y tomando un café, las paredes llenas de cuadros, las mesas llenas de fotos y cajitas (cuántas cajitas), las mañanas de desayunos en la cama, las tardes de estudiar en el comedor, las sillas asignadas tácitamente para la hora de comer, esa humedad tan caliente, el pasillo de suelo de terracota con una pared llena de plantas que lleva al patio, la vez que Bianca tuvo cachorros, los gatos: Alai, Canguro y Ladilla, el sapo, las ranas, los tuqueques, las iguanas siendo perseguidas por mi mamá por comerse sus matas, lo colibríes y hasta las culebras (pequeñas, eso sí). Es una casa en que aún viven nuestras cosas, pero no nosotros. Sí viven, o eso desea uno, nuestros seres pasados, los espectros de los recuerdos de lo que allí pasó.
A esa casa llegué sin muchas ganas. Veníamos de Caracas, de mi ciudad, y sin yo estar muy convencida. Estuve unos meses viviendo con la abuela mientras Chicho terminaba su preaviso en Amnistía Internacional y mi mamá corría desesperada por hacer un hogar de esa casita vacía (lo logró). La casa era acogedora, un espacio repleto de cosas, de libros y cojines y cuadros y adornos. Nuestras casas nunca fueron espacios vacíos. Éramos tres acumuladores de nuestros objetos favoritos, coleccionadores profesionales de cosas sin valor monetario, pero mucho sentimental.
Aunque ninguno iba a la iglesia, un cura jesuita, más amigo de mi papá por orígenes y opiniones políticas que por fe, vino a bendecirla. Una de esas tradiciones tan arcaicas como encantadoras que, a mis 11 años, me pareció a la vez extraña e interesante. Mi cuarto tenía un espacio arriba -no al principio, fue una sorpresa de mis papás a la vuelta de unas vacaciones- donde estaba mi cama. Abajo un espacio mío: con mis colecciones de calcomanías, papelería y la carpeta de recortes sobre Titanic. Con mi releído Los tres mosqueteros y, luego, mi primer artículo en el periódico, enmarcado como regalo por mi abuela.
Los libros ocupaban todo el espacio que no era otra cosa. El pasillo, las paredes, una de las habitaciones -"la biblioteca"-, la sala, mi cuarto, el cuarto de mis papás... el único sitio libre de libros era el baño... y la cocina, donde más de una vez me paralicé ante una rana platanera y donde, tras la muerte de mi papá, mi mamá tuvo durante varias semanas un rabipelado de visita.
Recuerdo poco cuando empaqué para irme a Caracas. Supongo que tenía miedo. Esas despedidas siempre me sacan lágrimas desconsoladas en las películas, pero cuando me despedí la mañana que entré por primera vez a la Universidad no miré atrás ni solté una lágrima. Caminé, con pánico, hacia una nueva vida adulta. Lejos de mis papás, lejos de mi perrita, lejos de mis amigos, lejos de esa casa tan especial, tan viva, tan nuestra.
Y luego me fui del país. Dejé esa casa y el país que era mi casa. Y allí se quedó todo intacto, aunque pasara el tiempo, aunque estuviese lejos. Y luego todo se quedó solo, únicamente habitado por nuestros recuerdos y añoranzas... y por tantas fotos y libros y cuadros y plantas.


viernes, 13 de diciembre de 2019

No digas Caracas

Suele pasar... (o de hecho no, no suele pasarme) que recuerdo con intensidad literal mi vieja ciudad. No se trata de haber olvidado o de negar, se trata de haber hecho una nueva vida, de haber reseteado, de haberme hecho adulta en otra ciudad a la que adoro de otra manera y a la que siempre planeo volver (muy al estilo de Sabina, pues). Se trata de que cuando salí de Caracas salí cansada, iracunda y saturada. Salí no entendiendo su encanto, solo viéndola bañada por la luz destructiva del Chavismo, sólo recordándola en sus últimos tiempos, en sus planes sin futuro, sus montañas de basura, en sus motorizados en la acera, en sus círculos bolivarianos, en sus manifestaciones con tiros, en sus pisos impagables, en sus salidas con miedo, en sus aceras y calles incapaces de obviar la paranoia o en las varias ocasiones en que escapé de una puñalada o más por pura suerte.
Salí de Caracas olvidando lo que la quise. Lo intensa, apoteósica, especial, bonita y caótica que es. Lo que viví en ella, a quiénes conocí y se hicieron familia. Olvidando mis mañanas de domingo en el Parque Los Caobos viendo títeres, mi instalación favorita del Museo Bellas Artes llena de espejos y troncos y ese jardín central con flores de loto, mis visitas a Beco y los juegos en el ajedrez gigante de Chacaíto. Olvidando las madrugadas repletas de vino o ron por la Francisco Fajardo o la posibilidad de ver siempre esa montaña enorme y verde que es El Ávila. Olvidando cuando se enciende la cruz de luz que corona la montaña y que anuncia la Navidad o los batidos de Ara, las milhojas de la Danubio y el pollo de El Coyuco, la obra penetrable de Soto y su bola roja de la autopista... o el mural de Zapata o La Previsora o las torres de Parque Central o el Teresa Carreño y esos artesanos a los que tantos zarcillos les compré en la plaza de los museos. Olvidando las tantas cervezas en el Navegante y las arepas de ensaladilla del Mercado de Chacao. O todos los regalos que compramos en la Feria de Navidad del Ateneo y las caminatas con mi papá hasta la casa desde mi colegio en Altamira. Olvidando las residencias Sans Souci y El Ovni y ese Central Madeirense al que fui en pañales... Olvidando el primer día de colegio y el de universidad y esos preescolares de la Fundación del Niño en los que jugué a saquear. Olvidando los hogares imborrables que fueron el piso 12 del edifico Apamate o el 13 del Puerto Santo. Olvidando los balcones enormes, los salones espaciosos y las comidas de domingo en la cocina de mi tía Carmen y mi tío Ralph. Olvidando las conversas interminables y los cigarros Belmont y el "Nerea haz más café" de casa de Sonia. Y las Barbies que intercambiamos Deborah y yo y esas noches eternas en que nuestras mamás (la mía, la de Deby y la de Jira) soltaban un "nos vamos" seguido por nuestro silencio y su olvido de que habían querido irse. Olvidando a Jim Angel, nuestro indigente amigo, que tanto cuidó los carros de mis amigos que venían a casa los viernes y que me esperaba entre los árboles del Avenida Vollmer hasta la madrugada para asegurarse de que llegase bien a casa...

Olvidando tanto.

La cuestión es que acabo de ver, por casualidad, una foto de una Caracas llena de fuegos artificiales un 31 de diciembre. Repleta, iluminada, colorida, irresponsable, ruidosa y hermosa. Y no es que pasásemos el fin de año ahí (de hecho solo pasó una vez, la familia siempre se reunía en la casa de la abuela en Acarigua) pero verla así: bonita, ajena a todo el horror, celebrando, viéndola como fue.... me sacó lágrimas. Y exploré Google (esa máquina de nostalgia que está tan a mano) y vi imágenes de la Avenida Bolívar, Bellas Artes, Sabana Grande, la autopista, la Francisco de Miranda, Parque Central, La Previsora, Plaza Venezuela.... y paré. Porque puede que no recuerde con intensidad a Caracas, a mi Caracas, pero no lo hago porque inconscientemente sé que duele demasiado, porque ya no la reconozco, porque en momentos como este me pesa como nunca no haberla pisado en seis años y porque cuando la pisé me pesó no reconocerla y sentirme ajena. Porque en el fondo esa Caracas es solo esa suma de recuerdos, mi Caracas solo existe en lo que queda conmigo (ni nuestros recuerdos físicos los tenemos, están todos en Venezuela). Mi Caracas y todo lo que es solo existe conmigo y por eso, supongo, no me permito añorarla, porque es demasiado triste. 

martes, 19 de noviembre de 2019

Feliz

A veces tras los momentos de crisis llega la calma. Y no es una calma cualquiera, es una desconocida. Una que te dice, sin que sepas bien cómo y por qué, que todo ha de estar estable y, que si no lo está, tampoco es gran cosa. Supongo que cuando llegas a extremos de tener ataques de ansiedad que te paralizan la opción de replantearte cómo manejas las cosas es imperativa. Y no es que la ansiedad haya sido producto de tu incapacidad o de tu sensibilidad, pero lo cierto es que el mundo parece apestar cada día un poco más y dejar que te afecte a niveles extremos no resuelve nada. Vamos, que no se trata de hablar de la ansiedad (esa vieja amiga, como la oscuridad de Simon y Garfunkel, que siempre amenaza con reaparecer) sino del estado de estabilidad del presente. Es extraño para alguien que ha vivido oyendo a su ansiedad hablar de catástrofes posibles e incompetencias que da por seguras, encontrarse en un estado en que está a gusto: a gusto con su vida en su casa y sus rutinas de adulta aburrida y feliz (esto sorprende menos, lleva siendo así varios años), a gusto con el trabajo, a gusto en general con pensar que su vida podría seguir exactamente como ahora y sería feliz.
Lo del trabajo es especialmente sorprendente, no solo por el mencionado ataque de ansiedad, sino por la tendencia de este ser ansioso que soy a encontrarse insatisfecho y buscando otras cosas con el paso de un cierto tiempo (trabajos, casas, cortes de pelo). Nunca he estado demasiados años en un trabajo (en este tampoco los llevo) pero por primera vez puedo ver esta rutina como algo que no me asfixia sino que genera tranquilidad. ¿Es eso haber crecido? ¿Dejar de plantearse la búsqueda de unas respuestas en el trabajo que nunca van a llegar? ¿Optar por la seguridad y la tranquilidad y dejarse de buscar sin saber qué es lo que se quiere? Nunca había sentido tal tranquilidad, tal capacidad de pensar en un futuro sin sobresaltos (obviamente no contando imprevistos) y verlo como algo agradable. Siempre me preocupó, en la adolescencia, crecer para ser conformista. Nunca lo quise. Y ahora pienso que se puede estar descontento y pelear sin estar descontento y molesto con todo. Se puede estar feliz con la vida que se tiene y discutir el mundo que te rodea, se puede ser feliz y dudar de la bondad y la coherencia del mundo, se puede ser feliz haciendo un trabajo todos los días, sin sobresaltos mayores o locuras; se puede ser feliz en la cama siendo abrazada antes de dormir, se puede ser feliz hablando hasta las 4 am con la persona con la que quieres hablar siempre y de todo, se puede ser feliz al sentir una nariz fría que se te acuesta en la pierna, se puede ser feliz mirando desde la cocina a tus dos chicos jugando en el sofá.

Se puede ser feliz.  

miércoles, 8 de mayo de 2019

Suficiente

Cuando llegas a este estado en el que estoy, uno en el que lloras en el escritorio de manera malamente disimulada, uno en que no duermes bien y tienes pesadillas, uno en que tu tiempo libre se dedica a evadir como sea (vino, sueño, series), uno en que quieres hibernar y no salir nunca, uno en que llegaste a un hartazgo general que ocupa tanto que, como si tuvieses una bola de cristal, sabes que no vas a salir de él... sabes que es tiempo de un cambio. No es la primera vez que un trabajo me sume en este estado de desesperación que termina por afectar hasta mis relaciones (la gente quiere entender, pero no es fácil tener que lidiar con un fantasma de quien conocen). De hecho, esta vez ha sido más rápido. Supongo que la razón es que la suma de las partes es mayor que el producto; que haber aguantado que jefes, de hoy y ayer, jueguen al azar con tu horario y tu carga de trabajo se va sumando en la psique hasta que se llega a un llegadero. Porque lo mío es eso, un llegadero. De hecho, no solo aparece en mi cabeza la posibilidad de un cambio (eso se da por sentado, no hay que aguantar malas situaciones si se puede), sino que directamente viene la posibilidad de dejar todos mis años de experiencia atrás. ¿Para qué comencé a trabajar con 18 años? ¿Para qué perdí todas mis vacaciones universitarias y me metí de lleno en mis prácticas? ¿De qué sirvió comenzar en prácticas en un sitio que, desde mi inicio en el mundo laboral, se aprovechó de mí y mis ganas de aprender y trabajar? ¿De qué sirven años de trabajo, de logros, de pruebas de profesionalidad? De nada o de poco. En cada trabajo en el que me encuentro la conclusión, tarde o temprano, es que eres un ser a explotar: de nada vale un contrato (si lo tienes, que... aleluya) porque tu tiempo, tu carga de trabajo y lo que dice ese papel no vale. ¿Cuándo se hizo normal y aceptable que se salten las horas de una jornada con regularidad y sin consecuencias? ¿Cuándo se hizo normal y aceptable que la distribución de trabajo se haga sin sentido y cargando a algunos de cantidades de trabajo absurdas y a otros de nada? ¿Cuándo se hizo normal y aceptable que quejarse de esto resulte una malcriadez y no un derecho? ¿Cuándo se hizo normal y aceptable que, producto de todo esto, se nos rebajen los sueldos de facto sin ninguna consecuencia?
Vete. Esa es la palabra que suena. Pero ¿a dónde? Porque esto lo he vivido en todos los trabajos que he tenido en 35 años. Y el problema no soy yo, aunque muchos puedan insistir (y conste que no soy perfecta ni mucho menos, pero soy bastante buena empleada: tengo muchos deseos de complacer a figuras con autoridad... una de mis taras emocionales). Es que esto se haya normalizado tanto que el problema lo parezca yo. Y que por "ser el problema" y por no tener opciones que no sean exactamente lo mismo tenga que llegar a este estado. Este en el que lloro, evado y no duermo.
¿Cuándo se hizo normal y aceptable que en las oficinas, en los trabajos, la gente camine con cara de funeral y se beba cuatro copas de vino en la comida todos los días? ¿Cuándo se hizo normal y aceptable llegar a casa tan tarde que solo cenas y caes dormido? ¿Cuándo se hizo normal y aceptable que regresar de vacaciones sea un infierno porque lo que te espera es acumulación de lo que no se hizo porque no estabas? Nos pasa a todos, es una epidemia. Y nos tiene enfermos, adictos y tristes. Y no debería ser así. ¿Es la solución irse de la ciudades? ¿Salir del sistema? ¿Trabajar en una panadería o una tienda y olvidar esos años de universidad, de máster y de experiencia? ¿Es la opción optar por vivir de otra manera que no nos exprima?
Yo, a los 35 años creo que sí, ahora solo tengo que descifrar cómo hacerlo.