miércoles, 10 de noviembre de 2010

Marrakech

Mucho. En Marrakech todo existe precedido por el adjetivo mucho. Infinitas cantidades de gente, motos, bicicletas, especias, mercados, luz, gatos. Todo coexistiendo en callejuelas estrechas de puertas hermosas que a primera vista parecen incapaces de contener tanto, pero que, como por arte de magia, parecen expandirse sin que ningún ojo sea capaz de entender el efecto, solo para abarcarlo todo.

En Marrakech todo está vivo, todo se mueve, todo se oye. La vida está afuera, la vida se comparte y, al mismo tiempo, la vida está rodeada de altavoces que recuerdan la hora del rezo y de velos y túnicas y normas. La libertad y la represión conviven, una ruidosa y apabullante, la otra estrecha y contenida, en un lugar que da la sensación de no inmutarse de la contradicción que lo rodea.

Y es esa capacidad de convivir, incluso de disfrutar, la contradicción lo que desde el momento en que se pisa la Medina se apodera de cualquier recién llegado. Porque todo esto, el movimiento, las calles estrechas y los espacios repletos, nunca agobia. Y mientras esquiva motos, ciclistas, carretas tiradas por burros y una muchedumbre en una calle que tiene no más de tres metros de ancho, el visitante se siente extrañamente diferente y en casa, ansioso de absorber con cada célula de su cuerpo el palpitar casi palpable de la ciudad.

No se puede pensar demasiado en el destino cuando se camina por estas calles. Se piensa en el ahora. Se vive en el presente. Y es por eso que al salir, repentinamente, a la plaza de Djema El-Fna la adrenalina hace una pausa de segundos. Allí, en medio de todo, está un espacio amplio, enorme, que parece interminable. Un espacio en que no hay estructuras construidas, un rectángulo en que solo se permiten elementos pasajeros: gente, motos, bicicletas, coches, carros de comida, de venta de jugo de naranja, de especias, artistas callejeros o encantadores de serpientes. Toda la esencia vital de Marrakech parece condensarse ahí, en esos muchos metros de amplitud en medio de la ciudad. Pero hay algo más. Al principio no se sabe explicar muy bien la sensación. Y luego se descubre, y cuando se descubre es ineludible: es el cielo. Porque desde allí y a donde se mire se divisa, siempre, el horizonte. Y el visitante, amaestrado animal urbano, recuerda, como despertando, que esa línea en que la tierra y el sol se unen siempre está ahí, aunque la tapen los edificios. Y, por un momento, tiene la certeza de que las opresiones de la rutina, las crisis de la vida diaria, no importan.

Marrakech parece una formación geológica. Su caótica distribución parece reproducir siluetas naturales, cuevas y pasadizos. Sus edificios reniegan del gris del concreto. Remedan el color del atardecer y del desierto, de la tierra. Marrakech es del color de cuando se cierran los ojos y se pone la cara al sol.

Ningún mapa podría reproducir fielmente los vericuetos de las calles del mercado de Marrakech. Nunca se sabe donde empieza y dónde termina. Parece estar en todas partes, parece funcionar dentro de un laberinto eterno de paredes repletas de objetos brillantes y coloridos. Y eso no importa. Perderse en las calles de Marrakech es encontrase. Caminar sin rumbo es entender que allí el rumbo no existe, que las estructuras y los planes son innecesarios, que solo hay que dejarse llevar. Y de repente, como sucede casi todo en esa ciudad cuando se caminan sus callejuelas, se está solo. Y todo, la muchedumbre y las motos y los burros y los ciclistas y los objetos brillantes y coloridos, se esfuma. Y en ese momento ya no hay adrenalina. Hay paz. Y esa misma necesidad de absorber el palpitar acelerado de las calles repletas, se convierte en la necesidad de absorber el silencio melancólico de las callejuelas, cargado de tranquilidad. Y así se tiene tiempo de admirar el detalle amoroso de los labrados de las puertas o la hermosura triste de la pintura deteriorada de las paredes de las casas o un inesperado jardín de verde intenso que ve pasar a sigilosas mujeres con velo.

No hay forma de definir a Marrakech en una palabra o en una fotografía. Nada que no sea experimentarla –sus calles repletas y sus calles vacías, sus mezquitas y sus turistas, sus tagines y sus pizzerías, sus cafés siempre mirando a la plaza, su canto del rezo lanzado al aire en un idioma incomprensible y hermoso – puede si quiera intentar plasmar la esencia compleja que la compone. Marrakech, para quien la visita, es más una sensación que un lugar.