martes, 25 de octubre de 2011

Iris

Cuando se vive en una ciudad por algún tiempo se siente que se la conoce, más incluso cuando se la camina sin rumbo y sin medir el tiempo. Se asume que se la conoce tanto que se deja de mirar, se da por sentado y se convierte en contexto borroso del paso de nuestros días, como en las imágenes que simulan recuerdos en una telenovela.

Pero resulta no ser tan cierto mientras la recorro por primera vez en bicicleta, en Iris, así se llama. Descubro bajadas, subidas, escalones, ranuras, aceras y coches que antes no estaban en el otro radar, en el de transeúnte. Ahora estoy en medio, ahora la ciudad toma una consistencia física bajo las ruedas y sus contornos borrosos se hacen nítidos y está ahí de nuevo.

Pienso (mientras intento no pensar tanto porque cualquier desnivel puede terminar en consecuencias sangrientas que no quiero), pienso, digo, que descubrir esta nueva faceta de la ciudad, que siempre estuvo allí, que nunca se me escondió y que estaba al alcance de mis sentidos si hubiese querido verla, solo significa que incluso lo que asumimos que conocemos: el camino que recorres todos los días, tu casa, tus manos, tus amigos… lo que damos por sentado nunca es uni, ni bi, ni tri-dimensional; es mucho más que eso.

Y se me ocurre que es un pensamiento esperanzador y hermoso que todo lo que damos por hecho nunca está realmente hecho, que siempre hay posibilidad de que lo rutinario se haga novedoso, que siempre hay posibilidad de ver con nuevos ojos lo que ya hemos visto.