miércoles, 1 de abril de 2020

Añorar al otro

Nunca he sido alguien que deteste estar en casa. No es casual que en cuanto me mudo a un nuevo piso hago nido de inmediato, aunque tenga que morir durante horas vaciando cajas, colocando libros y colgando cuadros. En cada mudanza el salón de mi casa, el lugar en que se está y se vive más, ha estado habitado y habitable desde las primeras horas (a costa de diversos dolores de espalda). Con esto quiero decir que estar metida en casa no es algo que me haga sentir inquieta o atrapada. Mis planes de fin de semana necesitan, siempre, uno de los dos días dedicado a cocinar algo de larga duración mientras tomo vino. Hacer siestas en el sofá con el perro hecho bola tras mis piernas es una sensación de paz como pocas. Y pensar en nuevos adornos o plantas para hacer más acogedor el espacio es un estado permanente. Pero llegó el aislamiento. Esa extraña forma de existir antisocialmente para una especie que es de todo menos antisocial. Y no es que mi casa se me haya hecho pequeña, o que me sienta atrapada, pero el aislamiento obligatorio es un ejercicio como pocos haremos en la vida. Esta es la tercera semana en casa. Nosotros salimos todos los días (uno por la mañana y otro por la tarde) a pasear a Brownie. Por lo demás he visitado el supermercado una vez, la frutería otra vez y la farmacia una más. Y cada salida deja una desazón mezclada con miedo que la calle nunca tuvo. Alejarse instintivamente de la gente es todo menos instintivo. No sonreírnos, no mirarnos es la norma. Parece que al no salir de casa nos hemos convertido en seres tímidos y miedosos que añoran en silencio ansioso al otro y no saben cómo decirlo. Solo lo decimos desde los balcones. Desde el espacio que creemos seguro expresamos nuestra nostalgia por los demás, nuestro deseo de volver a verlos pasando de cerca en la acera, ocupando todas las mesas de una terraza o en un atiborrado vagón de metro. Porque no solo extrañamos a los nuestros. Eso no es noticia y eso se resuelve con muchas llamadas y zooms, y fotos y Instagram y grupos y quedadas virtuales. No hablo de esa añoranza. Hablo de la añoranza de la presencia del otro ajeno, del desconocido, de los millones de desconocidos que sabemos que nos rodean y que hasta este momento dimos siempre por sentado. 
No me siento extraña en mi casa, no se me hace pequeña, ni me siento solitaria. Pero el aislamiento sí ha convertido la experiencia de salir a la calle en algo solitario. Y no solo por las distancias de seguridad y el no poder reunirse. Estos momentos son solitarios porque nos evitamos, nos evadimos, nos escapamos de los demás huyendo de lo que los hace y nos hace humanos: la cercanía. Este aislamiento no es solo social es emocional, está reescribiendo la manera en que nos entendemos y entendemos nuestros espacios y a los demás. Es a la vez un ejercicio de responsabilidad por el otro y una difuminación de la presencia del otro como parte de nuestro día a día. Somos responsables con el otro, lo queremos, lo añoramos, lo protegemos huyendo de él. Este aislamiento es una gran paradoja. Y no, no tengo nostalgia por salir de casa -salvo la normal por salir a cenar con mi chico o quedar con amigos o ir a un museo-, pero sí por volver a entender al otro ajeno -al pasajero, al difuminado en la rutina diaria- como parte de mi vida, como acompañante, como un co-habitante visible y tangible de mi ciudad, país y planeta.