miércoles, 30 de junio de 2010

Up we go

We’re adults. When did that happen?


Es mi primer encuentro. Y como primer encuentro es incómodo. Es inesperado (aunque previsible), inoportuno (lo sería siempre de todas formas), y me deja sin herramientas de respuesta. No avisa de su llegada, sólo se presenta. Yo pensaba que la conocía. No. Ahora comienza, ahora se me presenta, ahora me da la mano y me mira a los ojos, intimidante. “Hola... soy la adultez”. Y la miro sin mirarla a los ojos – como es mi costumbre – y la reviso de arriba abajo y no sé leerla. No sé qué quiere. O, sí lo sé, pero no sé cómo dárselo y no sé si quiero o puedo.

Creí que ya la conocía, que sabía manejarla y manejarme con ella. Creí haberla visto a la cara no hace mucho y haber asumido su ingobernable presencia. Pero mientras la miro, sin mirarla a los ojos, me doy cuenta de que todo lo anterior fue un ejercicio.

Siempre me creí madura. Una adulta enana que medía las consecuencias de sus actos y argumentaba sus opiniones. En realidad aún soy una niña. Creo que nunca dejaré de serlo. Y esa niña se presenta tomada de la mano de la adultez y me saluda, sonriente y ajena a la confusión que me genera todo.

No sé si es normal que a la vista de la verdadera adultez te des cuenta de que eres realmente y aún una niña. Supongo que sí. Es una conclusión que proviene de la comparación, del contraste. El problema es que la niña no sabe cómo asumir lo que no puede eludir. Recurre a sus herramientas de siempre, pero no valen. Se requieren nuevas. Dónde se encuentran, dónde está el Adultez for dummies. En ninguna parte. Así la niña y la adultez te miran, una ingenua y distraída con el moverse de las hojas y la otra severa y a la espera de una respuesta sin la que no se irá. Porque ambas tienen maletas. Pero una la tiene para montarse en el tren e irse y la otra la tiene para mudarse contigo.

lunes, 21 de junio de 2010

Descarga

Al parecer ser periodista no sirve de nada. Y menos periodista venezolana con experiencia venezolana. Si soy honesta siempre lo sospeché. Sí, ser periodista te permite acceder a cosas ajenas a los “mortales”, sí, te permite escribir de la realidad y convertirte en “generador de opinión”; sí, te pone en la misma categoría (aunque sea una falacia con todas sus letras) de Hemingway, Capote o García Márquez. Y ¿qué? El problema con ser periodista es que no se sabe muy bien qué eres o qué haces. Tus funciones, aunque relativamente claras cuando trabajas en un medio, no son de conocimiento común. Y eso no hace que, como en el cine y la literatura, estés rodeado de un halo de misterio y de coolness… sólo hace que seas poco más que inempleable.

En el trabajo de buscar trabajo cinco años de experiencia en un periódico de otro país valen poco. En el trabajo de buscar trabajo esos mismos cinco años te hacen descartable porque no son experiencia en los trabajos que estás buscando. Porque, my friends, esa idea del cine en que la gente trabaja de lo que sea en cuanto llega a otra parte es, como que yo tenga algo en común con Hemingway, una GRAN falacia. No. Para trabajar de “cualquier cosa” también se requiere experiencia. Nadie quiere a una inútil con las manos, aunque rápida tecleadora, de camarera. Es lógico. Nadie quiere a alguien que puede escribir una nota de una página en dos horas atendiendo clientes.

Da igual que repitas en incontables (y cada vez más destructivas para tu autoestima) entrevistas que aunque tengas poca experiencia en atención al cliente trabajar en un periódico te enseñó a tratar con gente, a generar empatía, raport. Cuando repito esa frase (ya no sé cuántas veces dicha) recibo una mirada en blanco, un “Simply my dear I don’t give a damn”. Porque realmente no importa. Soy inempleable porque nadie quiere a una trabajadora de 26 años que no tiene más que experiencia de redactora en un periódico. Nadie salvo, claro, algún medio. Pero eso sería imaginar una tierra de hadas en la que, en medio de la crisis actual, los medios contraten y, no sólo eso, sino que contraten a una periodista extranjera por encima de los periodistas españoles que no tienen trabajo.

Hace algunos meses me sentí aquí. Por fin, por primera vez, me dejé sentirme aquí. Me dejé reconocerme aquí, asumirme aquí, verme aquí. Y ahora, gracias a ese desliz de mis muros protectores, la posibilidad de volver es aún más difícil. Porque no tiene que ver sólo con el desastre, con el país, con Caracas. Tiene que ver con que me vi siendo otra. No en este presente, no. Me vi. Me vi viviendo aquí. Me vi saliendo en las mañanas de domingo al Retiro, me vi tomando cañas en terrazas con mis amigos, me vi recibiendo visitas y organizando cenas, me vi buscando apartamentos, me vi optando por caminar en vez de tomar el metro, me vi sonreír más que otra cosa…

Me vi… y ahora ya no me veo.

martes, 1 de junio de 2010

Sandalias

Eran libres. En Caracas mis pies eran libres. Cierto que los embutía en botas de vez en cuando y que muchas veces más que las que menos se arropaban en mis converse. Pero siempre tenían la posibilidad de ser libres. Nada de inviernos helados, ni de aceras resbaladizas por la nieve cuajada. Nada de decisiones de calzado influidas por un clima de cuatro estaciones. Cada mañana podían esperar ser libres. Acomodarse sin límites en mis sandalias o mis havaianas y ser felices. Claro, esto significó también muchos fiascos de charcos de dudosa (y mejor desconocida) procedencia en el Centro y el desarrollo de una resistencia tenaz al ataque extremo de los elementos. Pero no les importaba. Eran libres. Y con la llegada de la primavera volvieron a serlo. Se desperezaron, guardaron sus indumentarias de cuero del invierno y sus varios pares de medias y se desnudaron. Dispuestos a no taparse más, salvo con alguna tira de cuero o de goma poco invasivas.

Hoy es un día de playa en Madrid, una ciudad sin playa. La brisa que entra por la ventana, la misma que sentía al caminar a mi casa de regreso de una terraza, es la misma de las noches frente al mar y la piscina en Morrocoy. Ni fría ni tibia, perfecta. Bien recibida, no invasiva. Una brisa que acompaña y ameniza conversas que se extienden no sólo por el gusto de conversar, sino por el gusto de conversar siendo rozada por ella. Y es en este día – que no es el primero y, claro, no será el último por un tiempo –, en este día en que mis pies son libres, que me transporto a los viajes a la playa, a mi ciudad, a mi gente, al ipod y las cornetas, al señor Antonio, a las incursiones nocturnas en el agua tibia y las conversas hasta incalculables horas de la mañana, a los records de horas sin dormir. A momentos felices.

Nunca se piensa en lo cercano que es el clima, en la asociación directa que hace tu cabeza entre la temperatura y luz de los días y tus propios días. Y existe. Me siento más cerca estando igual de lejos con esta brisa, este sol y estos 30 grados. Estoy, sin estarlo, allí. Con un vaso de ron, una canción cantada a voz en cuello, un vestirse con cualquier ropa sólo porque te sientes feliz y te da lo mismo, un no pensar en el mañana, una despreocupación absoluta, una felicidad conocida.

Y allí, estando sin estarlo, mis pies están descubiertos, a merced del sol, de regreso a su verdadero espacio, ese que no se atiene a límites de calzados represivos, ese que reniega del recato, ese que los deja sentir, milagrosamente, una brisa playera familiar que ronda, a un océano de distancia, una Madrid sin playa.