jueves, 16 de agosto de 2018

Los veranos perdidos

Gente bajo el sol, aguas cristalinas, cuerpos morenos. Una leve revisión de Instagram en verano muestra estas imágenes una y otra vez. Gente que conoces disfrutando del tiempo libre, del ocio, del mar. Llevo años sin disfrutar realmente un verano. Como mucho me he ido cinco días a la playa y eso ha resultado casi un milagro. Y cada año el verano llega y siempre me pasa lo mismo: primero lo disfruto, por su sol, el terraceo, las cervezas frías y los vestidos hippies, y luego lo detesto, por el calor, por estar atrapada en una oficina o en casa trabajando mientras todos los demás se van, por sentir que pasan los años y los veranos y nunca, nunca, veo realmente el mar, por Madrid y su inexistencia de agua...
Normalmente no se habla de una melancolía de verano, pero yo la sufro. Siento nostalgia de todos los momentos perdidos tirada al sol en la arena, de esos instantes leyendo un libro y soltándolo para refrescarme en el agua. Porque la realidad es que el tiempo pasa, los veranos transcurren y el calor da paso al frío y a otro año.
Cuando vivía en Venezuela -ese territorio aún real pero que ya solo existe en la memoria- no sabía lo que tenía. Ir a la playa cualquier fin de semana del año era algo tan normal, tan cotidiano, tan posible que lo hacíamos poco. Fuera por trabajo (casi siempre) o por otras razones, la playa era algo que visitábamos menos de lo que habríamos querido. Pero mi nostalgia no solo se trata de mis necesidades como caribeña o de esos tiempos perdidos, se trata de algo más. Va de ver la vida pasar y sentir que no se aprovecha, va de ver claramente que es un espejismo pensar que en el futuro se hará esto o lo otro y que solo pasa para callar los gritos que piden vivir ya, aprovechar el presente. Se trata de perder posibilidades de experiencias, de sentir que la vida transcurre solo concentrada en rutinas y trabajos, marcada por las limitaciones, por enormes noes.
Ya estamos a mediados de agosto y mi nostalgia está en pleno apogeo. ¿Será esto la vida para siempre? ¿Sentir añoranza por cosas que no vamos a vivir mientras vivimos haciendo cosas que nos son indiferentes? ¿Es ser adulto estar insatisfecho con todo lo que no se puede hacer por las limitaciones de serlo?
Supongo que en cuanto llegue el frío y la lluvia mi nostalgia dará paso al disfrute de los cambios de estación, a la llegada de los días frescos y la ropa de invierno, pero eso no eliminará la melancolía más profunda... otro año pasa, otro en que se van posibilidades que no volverán, otro en que la juventud se escapa sin retorno (aunque intentemos pensar que no estamos envejeciendo), otro en que la exigencias de ser adulto pesan más que lo que se quiere o el llamado a vivir la vida, otro en que, de nuevo, no disfrutaré del mar...

miércoles, 8 de agosto de 2018

Escribir

Hace mucho tiempo que no escribo, no realmente. Mi escritura se ha convertido en algo esporádico, sin combustible. Son cosas que pasan y no sabes muy bien cómo. De repente algo que era importante, algo que ocupaba un espacio privilegiado en tus pensamientos y en tu tiempo comienza a desvanecerse lentamente... y la libreta en el bolso desaparece, y los documentos en el ordenador son cada vez menos y al final tus palabras se quedan ahí, sin salir, en su lugar de origen, olvidadas gracias a la rutina y los trabajos y la vida en general. Escribir solía ser una forma de liberación, un ejercicio de autoconocimiento y era, también, mi trabajo. Ahora no es ninguna de esas cosas, no realmente. Ya no me descubro soltando palabras en un Word y ya no escribo para medios (hay dos excepciones que confirman la regla, pero de hecho ya no me puedo llamar periodista). De repente escribir se ha hecho funcional, algo que se reduce a pequeños textos y mensajes de Whatsapp, algo que ha perdido su magia.
Pero ha pasado algo. Mi ser escribiente se ha declarado en desobediencia. A pesar de haber estado enterrado entre edición de textos, traducciones, artículos para Internet y copys y haberlo soportado estoicamente, ha llegado el momento en que ha reaccionado, tratando de evitar su inminente -de seguir por este camino- muerte y olvido y la desaparición de una parte importante de quién soy y lo que me gusta.
Escribo desde niña. Con cuatro años dibujé y redacté un cuento sobre una hormiguita. Más tarde pasaba las vacaciones entreteniendo a mis primas con la tarea de escribir historias, en mi caso de detectives. Cuando me planteé ser periodista no se trataba de un afán de descubrir "la verdad", se trataba de escribir (e inconscientemente de resolver mi paralizante timidez). Siempre se ha tratado de escribir. Mi primer trabajo real, en el lugar en que conocí a muchos de los que hoy son ahora esos amigos del alma y que son familia, fue escribiendo. Mi identidad, mi crecimiento se notó en eso, en mis textos. Nos leíamos, leíamos, escribíamos. Teníamos ideas, propuestas, personajes que queríamos entrevistar. Nos perseguía la obsesión de dar con un buen lead.
Y luego por el camino, con la llegada de la adultez, y su asesinato de cierto nivel de entusiasmo infantil, y con la inmigración y sus obligatorias adaptaciones, ese ser escribiente que marcaba mi ritmo, que me hacía escribir hasta los mensajes de Gtalk con gracia y cuidado, comenzó a perder aire y desvanecerse.
Pero hoy ha vuelto a hablar. Ha dicho alto y claro que aún no está listo para despedirse. Que no es mi Bing Bong, que no va esfumarse en una pila de recuerdos olvidados.
Así que aquí estoy, de vuelta, acompañada por mi ser escribiente y frente a la pantalla... escribiendo.
Y la sensación es grata, familiar y cálida. Es volver a un lugar conocido, a ese sitio que pensabas perdido. Es volver a mi casa de la niñez -en ese país que ya no existe- y escribir de nuevo sobre una hormiguita. Es estar en casa de mi abuela, sentada en el patio, pensando las mecánicas de la trama de mi misterio de detectives. Es estar en la redacción de El Nacional dedicando horas a un cabecero (y luego recibir la felicitación del editor por un trabajo bien hecho). Es estar en el ordenador escribiendo con velocidad peligrosa mirando el reloj. Es volver a ese momento reluciente en que un entrevistado dice la frase que sabes que construirá todo lo que quieres contar. Es volver a cada uno de los textos que aún recuerdo con cariño y los que se me hicieron un infierno. 
Es volver.