sábado, 10 de julio de 2010

Horas abiertas

Puedo entender a la gente que se deprime tras años de paro. Entiendo la desesperación que puede generar esa sensación de incógnita, de espacio abierto, de horas ociosas que llenar con algo.

Por mucho tiempo en el periódico mi tortura diaria era mirar el reloj de la computadora, esperando que los minutos hubiesen pasado tan rápido como tan lento se me había hecho el día. Y cuando me arriesgaba a mirarlo, esperanzada, deseosa y lista, allí seguía la hora, sólo unos minutos más tarde de lo que me había parecido una eternidad. En esos momentos quería irme, quería que la tarde pasara y quería llegar a mi casa. Era por eso que los días libres, producto de las guardias de fin de semana y gastados en ver series, películas o leer - lo último en muy pocas ocasiones, porque lo menos que quería era pensar demasiado - no parecían desperdiciados. No tenía energía para otra cosa que no fuese tirarme en un sofá en pijama todo el día. Y no me parecía que estuviese mal.

¿No es ese el sueño de todo el que tiene un trabajo al que llegar todas las mañanas? Lo era para mí, lo era para nosotros. No hacer nada, retirarnos. Con esos soñábamos a los 23 años, quemados por la cantidad e intensidad del trabajo y, afrontémoslo, seducidos por la posibilidad de huir de una adultez que de improviso exigía la mayoría de las horas de nuestros días.

Lo que pasa con sueños como esos, de los que se habla en salidas a fumar a las escaleras de emergencia y en noches de cervezas o vinos, es que cuando se cumplen tienen poco de bucólicos y mucho de la misma desesperación del presente desde el que se soñaban.

Hay algo raro en despertar ante un día de interminables horas abiertas. Hay algo raro cuando por mucho tiempo el despertar pesaba porque se sabía lo que venía, la rutina tan temida del día. Y ahora pesa por lo contrario. Genera una inquietud que no deprime, pero que angustia. El día es largo – mucho más largo en este verano caluroso – y la perspectiva está abierta. Y la cabeza registra el fichero de posibles actividades con avidez, pero no se decide por ninguna. No sabe.

Siempre he disfrutado la soledad. Ventaja y desventaja de ser hija única. Pero últimamente le huyo y no se me escapa la razón. Es más difícil pensar sobre las respuestas que no se tienen cuando estás acompañada, es más fácil asumir las inquietudes sin resolver que te acompañan cuando las reconoces en otros.

Cuando en días como hoy las horas pasan y me muevo imparable por mi piso, por mi cuarto, en busca de algo que hacer; cuando en días como hoy no veo a nadie y casi no hablo o hablo sola; cuando en días como hoy el calor arrecia esté dentro o fuera; cuando en días como hoy la inquietud es tan grande que no puedo concentrarme en leer o ver una película; cuando en días como hoy estoy activa pero sin saber dónde poner la energía… deseo estar de nuevo en el periódico, deseo tener que terminar una nota odiosa y mirar de reojo el reloj, deseo soñar de nuevo con tener infinito tiempo libre, deseo volver al momento anterior en que el presente que tengo era utópico y animaba mis días y no era una realidad en tránsito, un esperar sin saber qué se espera.

Una vez, en el Reina Sofía, entré a una sala vacía. Esa era la obra. Una sala enorme, pintada de blanco. Mientras caminaba con Edgar por ese espacio me invadió una angustia indefinible. Se lo dije. Y me dijo algo que en el fondo es la conclusión de todo esto. “En el mundo moderno no sabemos qué hacer con el vacío”. Estamos tan asustados que preferimos – aunque es cierto que también se nos exige – llenar nuestros días, correr de un lado a otro, siempre ir contra el reloj. Porque mirar el reloj sólo por mirarlo intimida. Te para frente a ti mismo y te pregunta, te interpela. Y eso, aunque grandioso, da mucho miedo.