Madrid es silenciosa de noche. No es que no pasen carros por la calle o gente hablando o borrachos cantando. Pero es silenciosa. Más que silencio lo que caracteriza su noche es el desconocimiento de un sonido. No me tomó más de dos minutos extrañarlo cuando llegué. Es un sonido familiar a todos quienes han vivido en Caracas, uno que ya ni se oye – tan acostumbrados estamos a darlo por hecho -, que se difumina tras la radio del carro o las conversaciones. Es un sonido que tiene cierta sensación cálida, de chocolate caliente en día de lluvia. Que hace de la noche en esa ciudad una oscuridad menos temible.
Las ranitas caraqueñas, incapaces de callar, eliminan la posibilidad del silencio. Son el soundtrack del final del día. Un disfrute plácido que contrasta con lo caótico de la ciudad. Un recuerdo de que, aunque el concreto lo intente, lo verde puede más en ese desbarajuste carreteras y edificios observado por El Ávila que es Caracas. Es una especie de triunfo leve sobre el día a día. Un recuerdo de que, aunque la ciudad parezca hundirse, queda algo de lo que conocimos cuando fuimos niños, algo de quiénes éramos.
Y Madrid es silenciosa. No conoce ese soundtrack. Y tendrá otros. No lo pongo en duda. Pero el mío siempre será ese. Sin importar dónde esté ese agudo llamado nocturno sigue grabado en mis oídos, dispuesto a dar al play cuando se lo pida. Más leve, pero igual de familiar.
Caracas no ha sido santa de mi devoción desde hace mucho, pero el vacío de sonido que genera la falta de sus ranitas cantarinas me recuerda que, a pesar de todo lo que la deteste, esa ciudad caótica y desordenada es capaz de generarme ternura y una sonrisa nostálgica en la distancia.
El texto anterior no resulta tan crudo como me lo habías pintado. No denota esa hostilidad hacia Caracas que creías. Y éste, pues..., muy entrañable, quizá porque también conozco quién lo escribe y qué siente.
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