miércoles, 4 de marzo de 2020

Fuerteventura

El día que llegamos el paisaje es interminable y polvoriento. El horizonte se pierde bajo un arena amarillenta que filtra la luz del sol y le da a todo un aura encantado, como de otro mundo. Esa sensación -la de haberse transportado a una dimensión ajena a lo conocido- viene de la calima, que en esta ocasión, nos dicen, es la peor que se ha visto en décadas. Este arena del desierto que viaja kilómetros para invadir aires nuevos y reemplazarlos por "el más tóxico del mundo" cubre el cielo y las vistas, pero por alguna razón no parece amenazador. Puede que sea por esa luz dorada que refracta o el hecho de que cubre sin cubrir lo que está más allí... dando un halo de misterio a un paisaje que ya es extraño y que con su presencia solo se hace más interesante.
El mar está allí, atrás. Disimulado por el polvo que respiramos mientras un coche nos lleva a través de una carretera recta y extensa. Pero incluso con la calima, el olor del mar llega a nuestras ventanillas, desde donde miramos pequeñas y sinuosas colinas que de vez en cuando decoran lo que es el paisaje de Fuerteventura: planicies y más planicies. Aridez y más aridez. El verde no existe. No hay árboles o césped. Todo es arena, todo es sequedad, todo es plano. Y de alguna manera eso hace que la calima se sienta adecuada, como una inmigrante que ha llegado verdaderamente a su nueva casa. 
Este es un lugar ajeno a lo que la civilización ha hecho del planeta, o por lo menos parte de él lo es. Sí, hay resorts y turistas y piscinas climatizadas y water taxis, pero lo interesante de este lugar no es lo que comparte con el resto de los demás lugares llenos de resorts y turistas y piscinas climatizadas y water taxis; lo interesante es lo que lo distancia, lo que lo aleja tanto que parece un planeta extraterrestre en el que lo civilizado se negó a llegar a destruir, donde la naturaleza optó por dejar cosas por hacer, donde la roca volcánica negra y retorcida convive con dunas de arena blanca que invaden la carretera. Es un lugar inhabitado lleno de gente dispersa. Un lugar vivo lleno de tierra seca. Un lugar negro y dorado (y azul... y qué azul). Un lugar de viento intenso y mar tranquilo. Un lugar de centros comerciales y de casas de pescadores sin electricidad. Un lugar con carriles bici sin ciclistas. Un lugar en que hasta hace solo unos años nunca hubo parquímetros porque no eran necesarios. Un lugar pequeño en que hay trayectos de más de horas en coche.
Fuerteventura es y no es. Hay tanto espacio sin tocar que la sensación es de haber viajado al pasado, de ser un explorador en tierras por descubrir, es abrumadora.
Fuerteventura es un lugar en que la escultura es de niños -con rostros reales- que miran al cielo, abandonados en el medio de la nada y esperando, quizá, que los busquen sus ancestros extraterrestres. Es un lugar en que la escultura es un grupo de personas adultas que caminan sin moverse bajo metros de agua de mar. Perdidos, solos.
Es un lugar que es casi intangible, incomprensible.
Es un lugar que es como una duna, como una ola, como la lava. Un lugar que es una cosa y que es otra, que es el todo enorme y la suma de sus ínfimas partes, que está y no, que se entiende y se duda, que, como la calima, se percibe más que se ve. 

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