Es una casa llena de una vida que se acabó. Allí está Bianca corriendo a la puerta a recibirnos, mi papá leyendo el periódico en esos bonitos pero poco cómodos muebles de madera de la sala, mi mamá fumando un cigarrillo y tomando un café, las paredes llenas de cuadros, las mesas llenas de fotos y cajitas (cuántas cajitas), las mañanas de desayunos en la cama, las tardes de estudiar en el comedor, las sillas asignadas tácitamente para la hora de comer, esa humedad tan caliente, el pasillo de suelo de terracota con una pared llena de plantas que lleva al patio, la vez que Bianca tuvo cachorros, los gatos: Alai, Canguro y Ladilla, el sapo, las ranas, los tuqueques, las iguanas siendo perseguidas por mi mamá por comerse sus matas, lo colibríes y hasta las culebras (pequeñas, eso sí). Es una casa en que aún viven nuestras cosas, pero no nosotros. Sí viven, o eso desea uno, nuestros seres pasados, los espectros de los recuerdos de lo que allí pasó.
A esa casa llegué sin muchas ganas. Veníamos de Caracas, de mi ciudad, y sin yo estar muy convencida. Estuve unos meses viviendo con la abuela mientras Chicho terminaba su preaviso en Amnistía Internacional y mi mamá corría desesperada por hacer un hogar de esa casita vacía (lo logró). La casa era acogedora, un espacio repleto de cosas, de libros y cojines y cuadros y adornos. Nuestras casas nunca fueron espacios vacíos. Éramos tres acumuladores de nuestros objetos favoritos, coleccionadores profesionales de cosas sin valor monetario, pero mucho sentimental.
Aunque ninguno iba a la iglesia, un cura jesuita, más amigo de mi papá por orígenes y opiniones políticas que por fe, vino a bendecirla. Una de esas tradiciones tan arcaicas como encantadoras que, a mis 11 años, me pareció a la vez extraña e interesante. Mi cuarto tenía un espacio arriba -no al principio, fue una sorpresa de mis papás a la vuelta de unas vacaciones- donde estaba mi cama. Abajo un espacio mío: con mis colecciones de calcomanías, papelería y la carpeta de recortes sobre Titanic. Con mi releído Los tres mosqueteros y, luego, mi primer artículo en el periódico, enmarcado como regalo por mi abuela.
Los libros ocupaban todo el espacio que no era otra cosa. El pasillo, las paredes, una de las habitaciones -"la biblioteca"-, la sala, mi cuarto, el cuarto de mis papás... el único sitio libre de libros era el baño... y la cocina, donde más de una vez me paralicé ante una rana platanera y donde, tras la muerte de mi papá, mi mamá tuvo durante varias semanas un rabipelado de visita.
Recuerdo poco cuando empaqué para irme a Caracas. Supongo que tenía miedo. Esas despedidas siempre me sacan lágrimas desconsoladas en las películas, pero cuando me despedí la mañana que entré por primera vez a la Universidad no miré atrás ni solté una lágrima. Caminé, con pánico, hacia una nueva vida adulta. Lejos de mis papás, lejos de mi perrita, lejos de mis amigos, lejos de esa casa tan especial, tan viva, tan nuestra.
Y luego me fui del país. Dejé esa casa y el país que era mi casa. Y allí se quedó todo intacto, aunque pasara el tiempo, aunque estuviese lejos. Y luego todo se quedó solo, únicamente habitado por nuestros recuerdos y añoranzas... y por tantas fotos y libros y cuadros y plantas.
A esa casa llegué sin muchas ganas. Veníamos de Caracas, de mi ciudad, y sin yo estar muy convencida. Estuve unos meses viviendo con la abuela mientras Chicho terminaba su preaviso en Amnistía Internacional y mi mamá corría desesperada por hacer un hogar de esa casita vacía (lo logró). La casa era acogedora, un espacio repleto de cosas, de libros y cojines y cuadros y adornos. Nuestras casas nunca fueron espacios vacíos. Éramos tres acumuladores de nuestros objetos favoritos, coleccionadores profesionales de cosas sin valor monetario, pero mucho sentimental.
Aunque ninguno iba a la iglesia, un cura jesuita, más amigo de mi papá por orígenes y opiniones políticas que por fe, vino a bendecirla. Una de esas tradiciones tan arcaicas como encantadoras que, a mis 11 años, me pareció a la vez extraña e interesante. Mi cuarto tenía un espacio arriba -no al principio, fue una sorpresa de mis papás a la vuelta de unas vacaciones- donde estaba mi cama. Abajo un espacio mío: con mis colecciones de calcomanías, papelería y la carpeta de recortes sobre Titanic. Con mi releído Los tres mosqueteros y, luego, mi primer artículo en el periódico, enmarcado como regalo por mi abuela.
Los libros ocupaban todo el espacio que no era otra cosa. El pasillo, las paredes, una de las habitaciones -"la biblioteca"-, la sala, mi cuarto, el cuarto de mis papás... el único sitio libre de libros era el baño... y la cocina, donde más de una vez me paralicé ante una rana platanera y donde, tras la muerte de mi papá, mi mamá tuvo durante varias semanas un rabipelado de visita.
Recuerdo poco cuando empaqué para irme a Caracas. Supongo que tenía miedo. Esas despedidas siempre me sacan lágrimas desconsoladas en las películas, pero cuando me despedí la mañana que entré por primera vez a la Universidad no miré atrás ni solté una lágrima. Caminé, con pánico, hacia una nueva vida adulta. Lejos de mis papás, lejos de mi perrita, lejos de mis amigos, lejos de esa casa tan especial, tan viva, tan nuestra.
Y luego me fui del país. Dejé esa casa y el país que era mi casa. Y allí se quedó todo intacto, aunque pasara el tiempo, aunque estuviese lejos. Y luego todo se quedó solo, únicamente habitado por nuestros recuerdos y añoranzas... y por tantas fotos y libros y cuadros y plantas.
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