Suenan las campanas de una iglesia que no veo y una luz naranja ilumina la página de mi libro mientras despido una tarde hermosa en una terraza. El frío comienza a aumentar, pero aun permanecen los remanentes del sol que iluminó este día de finales de invierno. Y la gente pasa a mi lado hablando en otras lenguas o con otros acentos. Y la cerveza esta fría y el cigarrillo dibuja figuras con el humo. Y de repente todo parece tener sentido. Parece adquirir forma, descifrarse delante de mi sin que logre entender el código, pero consciente de que todo, cada persona, cada campanada, cada sonido de la página al pasar, debe estar ahí por una razón. Y no me importa saber cuál es. Eso resulta lo de menos.
Y me doy cuenta, sin pensarlo mucho, que siento una completa e inconmensurable plenitud.
Y siento como si pudiera nombrar y expresar todo. Pero como si al mismo tiempo no hiciese falta. Y siento que todos los que me rodean tienen algo de mí, son algo mío, una extensión, parte del todo de mi existencia y de ese segundo de mi presente. Que podría recordarlos a todos para siempre y que podría abrazarlos a todos con cariño sincero y sentarme en sus mesas y formar de inmediato parte de sus familias.
Y siento que todos los sonidos componen una sinfonía que por alguna razón nunca somos capaces de oír, pero en la que cada uno de ellos tiene un propósito. Y siento con todos los sentidos conscientemente. Y la mesa es una mesa bajo mi mano y el vaso está húmedo y la cerveza fría en mi garganta y la conversación en italiano de los de al lado se mezcla con la de los chilenos de la mesa de mas allá y con la de los peruanos que pasan en bicicleta y con el sonido de las uñas de un perro sobre la acera. Y los bordes y los detalles y la luz parecen más claros, en alta definición.
Y es como si de repente la conciencia de todo lo horrible conviviera en paz con la conciencia de todo lo hermoso y tuviese una explicación clara e incuestionable de que el hombre sea como es.
Y es como si de repente mi cuerpo se sintiera fundirse con el aire, con el roce. Como si mi piel pudiese hablar con respingos silenciosos. Y como si mis ojos no estuviesen ansiosos por mirar sino que miraran con calma, con la certeza de que no se perderán nada porque todo, todo está ahí, resumido y sumado en este momento.
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