Irse nunca es irse. Nunca te vas del todo. Algo de ti se desprende y se aferra a la máquina del aeropuerto que lee el código de barras de tu tarjeta de embarque. Y mientras caminas hacia adentro, hacia ese avión con rumbo conocido (pero desconocido), llena de miedo y expectativa de una vida nueva, esa parte de ti se queda.
Irse es un vivir entre dos mundos en presente. Con una nostalgia que se siente cerca y lejos al mismo tiempo. En el aquí y el ahora de dos sitios, en el que se está y en el que se estuvo.
Y cuando eso pasa algo se transforma, y uno es capaz de ver el mundo de otra forma, más amplio, más grande, más tuyo. Porque al final siempre hay pedazos de ti que se quedan donde estás y estuviste y que continúan transmitiendo para siempre. Muchas versiones de quien eres o fuiste habitando un mundo que no se siente ya tan ajeno.
Y al final lo que se tiene es un territorio propio, un espacio particular. Se es de dos sitios y de ninguno. Se es de ese lugar entre los dos que sólo conoce quien lo habita. No hay pasaportes o aeropuertos autóctonos, pero se necesitan para llegar allí. No se viaja hasta allí, pero se llega por haberlo hecho hacia otra parte. No se tiene dirección ni código postal, pero allí se vive. Siempre viendo a quien está lejos en lo que está cerca, siempre tocando en lo palpable lo impalpable de los recuerdos. Siempre, caminando por calles que son muchas, que son una y otras al mismo tiempo, pero que siempre son las calles inexistentes de ese lugar inexistente del que nunca se sale cuando se llega.
Ese lugar invisible al que una vez que se llega se pertenece para siempre.
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