Eran libres. En Caracas mis pies eran libres. Cierto que los embutía en botas de vez en cuando y que muchas veces más que las que menos se arropaban en mis converse. Pero siempre tenían la posibilidad de ser libres. Nada de inviernos helados, ni de aceras resbaladizas por la nieve cuajada. Nada de decisiones de calzado influidas por un clima de cuatro estaciones. Cada mañana podían esperar ser libres. Acomodarse sin límites en mis sandalias o mis havaianas y ser felices. Claro, esto significó también muchos fiascos de charcos de dudosa (y mejor desconocida) procedencia en el Centro y el desarrollo de una resistencia tenaz al ataque extremo de los elementos. Pero no les importaba. Eran libres. Y con la llegada de la primavera volvieron a serlo. Se desperezaron, guardaron sus indumentarias de cuero del invierno y sus varios pares de medias y se desnudaron. Dispuestos a no taparse más, salvo con alguna tira de cuero o de goma poco invasivas.
Hoy es un día de playa en Madrid, una ciudad sin playa. La brisa que entra por la ventana, la misma que sentía al caminar a mi casa de regreso de una terraza, es la misma de las noches frente al mar y la piscina en Morrocoy. Ni fría ni tibia, perfecta. Bien recibida, no invasiva. Una brisa que acompaña y ameniza conversas que se extienden no sólo por el gusto de conversar, sino por el gusto de conversar siendo rozada por ella. Y es en este día – que no es el primero y, claro, no será el último por un tiempo –, en este día en que mis pies son libres, que me transporto a los viajes a la playa, a mi ciudad, a mi gente, al ipod y las cornetas, al señor Antonio, a las incursiones nocturnas en el agua tibia y las conversas hasta incalculables horas de la mañana, a los records de horas sin dormir. A momentos felices.
Nunca se piensa en lo cercano que es el clima, en la asociación directa que hace tu cabeza entre la temperatura y luz de los días y tus propios días. Y existe. Me siento más cerca estando igual de lejos con esta brisa, este sol y estos 30 grados. Estoy, sin estarlo, allí. Con un vaso de ron, una canción cantada a voz en cuello, un vestirse con cualquier ropa sólo porque te sientes feliz y te da lo mismo, un no pensar en el mañana, una despreocupación absoluta, una felicidad conocida.
Y allí, estando sin estarlo, mis pies están descubiertos, a merced del sol, de regreso a su verdadero espacio, ese que no se atiene a límites de calzados represivos, ese que reniega del recato, ese que los deja sentir, milagrosamente, una brisa playera familiar que ronda, a un océano de distancia, una Madrid sin playa.
Hola, Nerea. Buenas tardes del Norte, a 20º a las ocho p.m., sin brisa, nublado claro, sereno.
ResponderEliminarLibertad para tus pies acorralados por un otoño, invierno y comienzos de primavera. Me voy a quedar con las últimas líneas de tu nostalgia de playa tropical desde una terraza madrileña.
Recato, el referente al atuendo o la desnudez, todavía debe haberlo más en Morrocoy que en esta tierra peninsular, en la que de eso hay muy poco en todas partes. Lo que ocurre, Nerea, me parece, es que la nostalgia nunca será batida por un mapa de cualquier realidad.
Por cierto, aquí tienes una casa, donde Usua y yo vivimos, con varias playas a muy pocos minutos. Cuando lo necesites y quieras, ¿vale?.
pellogorriz@hotmail.com ; 94 668 15 72