En algún momento de los últimos semestres de la universidad pude definir en una imagen cómo me sentía respecto a mi vida. Flotaba. Flotaba a la deriva sin que estuviese en mi control la dirección que tomaba. Mis ojos estaban cerrados. Y si los abría sólo veía el inmodificable cielo azul en todas direcciones. Mis oídos estaban bajo el agua, no sordos, pero sí alejados del sonido de fuera. Atentos, pero a la vez desinteresados. Ahora esa imagen regresa. No con la connotación depresiva que tuvo en su momento, pero sí con cierto tinte de melancolía. Esa imagen es ahora hermana de las sensaciones que tengo cuando camino por Madrid. No la siento mi ciudad ni me siento una turista. No pertenezco ni dejo de pertenecer, sólo floto.
Esta no es una nueva sensación para mi. Sin entender muy bien por qué siempre me he entregado a una especie de quiebre de mi misma cuando las emociones son fuertes. Supongo, como siempre he supuesto, que tiene que ver con salvaguardarme. Así que ante cualquier posible emoción intensa me deslindo. Y aunque esté ahí, hable, sienta y viva el momento lo cierto es que lo veo como espectadora. Lo oigo desde bajo el agua. No asimilo las cosas, sólo me dejo guiar por la corriente. Y aunque el paso de los años es tangible, la verdad es que el correr de los días, cuando tiene que ver con familiaridad y querencia, se me hace más lento. Cada día está separado del otro. No conforman una progresión, son islas individuales de tiempo.
Tengo momentos epifánicos en que sólo ver algún árbol de El Retiro o una callecita de la ciudad me envuelve en una plena sensación de pertenencia, de posesión, de historia común. Al mismo tiempo camino por las calles o vivo en mi apartamento con la sensación de que hay una fecha de expiración. Y que antes de llegar a ella lo único que puedo hacer es seguir flotando, tratando de sacar la cabeza y pedalear un poco para, tal vez, acercarme a donde realmente quiero ir. El problema es que ese sitio aún no está marcado en mi mapa.
Pues búscalo en Google Earth!
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