martes, 18 de septiembre de 2018

No vale un corte de pelo

Hay días, hay semanas, que parecen ser como una espera, el preludio de algo que cambiará... y claro que no lo son. No lo son porque el cambio no está en el horizonte y es solo tu cabeza deseando una modificación para no sucumbir a esa sensación de hundimiento que da el saber que una situación que cada vez te afecta más no va a cambiar y que, probablemente, va a empeorar. Y sí, es dramatismo, pero más que eso es una crisis mayor... no hay un verdadero drama, pero es esa falta de drama, ese de repente entender que esto es y ya, lo que resulta el verdadero problema. Porque tu cabeza no procesa algo que para los que te rodean es normal (y hasta les pareces una mimada por pedir algo más), porque es posible que estés pasando por una crisis de edad (no es casual que en unos meses cumplas 35), porque tras morir tu papá te ha quedado muy claro lo que importa y lo que no y sientes que la vida te está obligando a darle predilección a lo menos importante y tener casi ningún tiempo con quienes sí importan.
Hace unos años, cuando estaba en un trabajo del que al final fui despedida (fue más una conversación que terminó en ello que algo sorpresivo), tuve una etapa en que me cortaba el pelo cada mes o dos meses. No entendía la necesidad intensa que sentía de modificar mi pelo o el aburrimiento enorme que me llevaba a hartarme tan rápido. Y luego entendí: cortarme el pelo era lo único en mi control. No controlaba lo que pasaba en la oficina o el horror de Venezuela o lo poco que veo a quienes quiero, solo controlaba cortarme el pelo. Era mi forma de sentir que mi vida era mía, de tener cierta certidumbre.
Ahora cortarme el pelo no es una opción (estoy en proceso de dejarlo crecer y ya me lo teñí por lo que eso tampoco es ya una posibilidad) pero me encuentro de nuevo sintiendo una intensa necesidad de modificarlo, de tratar de obtener algún control sobre mi presente. Lo que pasa esta vez es que sé que mi pelo no cambia nada, no realmente. Sé también que no sé si esta sensación se me pase o empeore, que sentir a la vez todo intensamente (como cuando tienes sobredosis de hormonas, pero no la tienes) y tener una inmensa indiferencia puede que sea un estado general por un tiempo, que saltar en ira o hundirme tras un error puede ser mi estar por un rato.
Y sí, se trata de ir a terapia, de procesar por qué estoy como estoy... y eso está en los planes inmediatos. Pero, ¿qué pasa con lo que son hechos ineludibles, con la certeza de que la vida adulta es una cosa y de eso no hay escapatoria? ¿Que sobre ese hecho no hay ningún control? Porque esa realidad no se va a ir por conversar con un terapeuta de la muerte de mi papá mientras estuve lejos, o de ser de ninguna parte gracias a un gobierno terrible y asesino, o de mis inseguridades y enorme ansiedad o del hecho de que el mundo parece haberse decretado en huelga de coherencia... no, porque eso no es algo que se procese, es algo que se asume, un hecho que no tiene escapatoria se hable mucho o no. Es sencillamente ser adulto en esta sociedad y en este tiempo, adaptarse a que las cosas sean mediocres y que los sueños sean pequeños o se ahoguen bajo la presión de las responsabilidades, es matar las ganas de otra cosa para no vivir en este estado... pero ¿no es justamente ceder a ese estado, rendirse?
Ser adulto apesta a veces y esta vez cortarme el pelo no va a ser suficiente. 

jueves, 16 de agosto de 2018

Los veranos perdidos

Gente bajo el sol, aguas cristalinas, cuerpos morenos. Una leve revisión de Instagram en verano muestra estas imágenes una y otra vez. Gente que conoces disfrutando del tiempo libre, del ocio, del mar. Llevo años sin disfrutar realmente un verano. Como mucho me he ido cinco días a la playa y eso ha resultado casi un milagro. Y cada año el verano llega y siempre me pasa lo mismo: primero lo disfruto, por su sol, el terraceo, las cervezas frías y los vestidos hippies, y luego lo detesto, por el calor, por estar atrapada en una oficina o en casa trabajando mientras todos los demás se van, por sentir que pasan los años y los veranos y nunca, nunca, veo realmente el mar, por Madrid y su inexistencia de agua...
Normalmente no se habla de una melancolía de verano, pero yo la sufro. Siento nostalgia de todos los momentos perdidos tirada al sol en la arena, de esos instantes leyendo un libro y soltándolo para refrescarme en el agua. Porque la realidad es que el tiempo pasa, los veranos transcurren y el calor da paso al frío y a otro año.
Cuando vivía en Venezuela -ese territorio aún real pero que ya solo existe en la memoria- no sabía lo que tenía. Ir a la playa cualquier fin de semana del año era algo tan normal, tan cotidiano, tan posible que lo hacíamos poco. Fuera por trabajo (casi siempre) o por otras razones, la playa era algo que visitábamos menos de lo que habríamos querido. Pero mi nostalgia no solo se trata de mis necesidades como caribeña o de esos tiempos perdidos, se trata de algo más. Va de ver la vida pasar y sentir que no se aprovecha, va de ver claramente que es un espejismo pensar que en el futuro se hará esto o lo otro y que solo pasa para callar los gritos que piden vivir ya, aprovechar el presente. Se trata de perder posibilidades de experiencias, de sentir que la vida transcurre solo concentrada en rutinas y trabajos, marcada por las limitaciones, por enormes noes.
Ya estamos a mediados de agosto y mi nostalgia está en pleno apogeo. ¿Será esto la vida para siempre? ¿Sentir añoranza por cosas que no vamos a vivir mientras vivimos haciendo cosas que nos son indiferentes? ¿Es ser adulto estar insatisfecho con todo lo que no se puede hacer por las limitaciones de serlo?
Supongo que en cuanto llegue el frío y la lluvia mi nostalgia dará paso al disfrute de los cambios de estación, a la llegada de los días frescos y la ropa de invierno, pero eso no eliminará la melancolía más profunda... otro año pasa, otro en que se van posibilidades que no volverán, otro en que la juventud se escapa sin retorno (aunque intentemos pensar que no estamos envejeciendo), otro en que la exigencias de ser adulto pesan más que lo que se quiere o el llamado a vivir la vida, otro en que, de nuevo, no disfrutaré del mar...

miércoles, 8 de agosto de 2018

Escribir

Hace mucho tiempo que no escribo, no realmente. Mi escritura se ha convertido en algo esporádico, sin combustible. Son cosas que pasan y no sabes muy bien cómo. De repente algo que era importante, algo que ocupaba un espacio privilegiado en tus pensamientos y en tu tiempo comienza a desvanecerse lentamente... y la libreta en el bolso desaparece, y los documentos en el ordenador son cada vez menos y al final tus palabras se quedan ahí, sin salir, en su lugar de origen, olvidadas gracias a la rutina y los trabajos y la vida en general. Escribir solía ser una forma de liberación, un ejercicio de autoconocimiento y era, también, mi trabajo. Ahora no es ninguna de esas cosas, no realmente. Ya no me descubro soltando palabras en un Word y ya no escribo para medios (hay dos excepciones que confirman la regla, pero de hecho ya no me puedo llamar periodista). De repente escribir se ha hecho funcional, algo que se reduce a pequeños textos y mensajes de Whatsapp, algo que ha perdido su magia.
Pero ha pasado algo. Mi ser escribiente se ha declarado en desobediencia. A pesar de haber estado enterrado entre edición de textos, traducciones, artículos para Internet y copys y haberlo soportado estoicamente, ha llegado el momento en que ha reaccionado, tratando de evitar su inminente -de seguir por este camino- muerte y olvido y la desaparición de una parte importante de quién soy y lo que me gusta.
Escribo desde niña. Con cuatro años dibujé y redacté un cuento sobre una hormiguita. Más tarde pasaba las vacaciones entreteniendo a mis primas con la tarea de escribir historias, en mi caso de detectives. Cuando me planteé ser periodista no se trataba de un afán de descubrir "la verdad", se trataba de escribir (e inconscientemente de resolver mi paralizante timidez). Siempre se ha tratado de escribir. Mi primer trabajo real, en el lugar en que conocí a muchos de los que hoy son ahora esos amigos del alma y que son familia, fue escribiendo. Mi identidad, mi crecimiento se notó en eso, en mis textos. Nos leíamos, leíamos, escribíamos. Teníamos ideas, propuestas, personajes que queríamos entrevistar. Nos perseguía la obsesión de dar con un buen lead.
Y luego por el camino, con la llegada de la adultez, y su asesinato de cierto nivel de entusiasmo infantil, y con la inmigración y sus obligatorias adaptaciones, ese ser escribiente que marcaba mi ritmo, que me hacía escribir hasta los mensajes de Gtalk con gracia y cuidado, comenzó a perder aire y desvanecerse.
Pero hoy ha vuelto a hablar. Ha dicho alto y claro que aún no está listo para despedirse. Que no es mi Bing Bong, que no va esfumarse en una pila de recuerdos olvidados.
Así que aquí estoy, de vuelta, acompañada por mi ser escribiente y frente a la pantalla... escribiendo.
Y la sensación es grata, familiar y cálida. Es volver a un lugar conocido, a ese sitio que pensabas perdido. Es volver a mi casa de la niñez -en ese país que ya no existe- y escribir de nuevo sobre una hormiguita. Es estar en casa de mi abuela, sentada en el patio, pensando las mecánicas de la trama de mi misterio de detectives. Es estar en la redacción de El Nacional dedicando horas a un cabecero (y luego recibir la felicitación del editor por un trabajo bien hecho). Es estar en el ordenador escribiendo con velocidad peligrosa mirando el reloj. Es volver a ese momento reluciente en que un entrevistado dice la frase que sabes que construirá todo lo que quieres contar. Es volver a cada uno de los textos que aún recuerdo con cariño y los que se me hicieron un infierno. 
Es volver.

martes, 25 de octubre de 2011

Iris

Cuando se vive en una ciudad por algún tiempo se siente que se la conoce, más incluso cuando se la camina sin rumbo y sin medir el tiempo. Se asume que se la conoce tanto que se deja de mirar, se da por sentado y se convierte en contexto borroso del paso de nuestros días, como en las imágenes que simulan recuerdos en una telenovela.

Pero resulta no ser tan cierto mientras la recorro por primera vez en bicicleta, en Iris, así se llama. Descubro bajadas, subidas, escalones, ranuras, aceras y coches que antes no estaban en el otro radar, en el de transeúnte. Ahora estoy en medio, ahora la ciudad toma una consistencia física bajo las ruedas y sus contornos borrosos se hacen nítidos y está ahí de nuevo.

Pienso (mientras intento no pensar tanto porque cualquier desnivel puede terminar en consecuencias sangrientas que no quiero), pienso, digo, que descubrir esta nueva faceta de la ciudad, que siempre estuvo allí, que nunca se me escondió y que estaba al alcance de mis sentidos si hubiese querido verla, solo significa que incluso lo que asumimos que conocemos: el camino que recorres todos los días, tu casa, tus manos, tus amigos… lo que damos por sentado nunca es uni, ni bi, ni tri-dimensional; es mucho más que eso.

Y se me ocurre que es un pensamiento esperanzador y hermoso que todo lo que damos por hecho nunca está realmente hecho, que siempre hay posibilidad de que lo rutinario se haga novedoso, que siempre hay posibilidad de ver con nuevos ojos lo que ya hemos visto.

martes, 22 de marzo de 2011

Patria invisible

Irse nunca es irse. Nunca te vas del todo. Algo de ti se desprende y se aferra a la máquina del aeropuerto que lee el código de barras de tu tarjeta de embarque. Y mientras caminas hacia adentro, hacia ese avión con rumbo conocido (pero desconocido), llena de miedo y expectativa de una vida nueva, esa parte de ti se queda.

Irse es un vivir entre dos mundos en presente. Con una nostalgia que se siente cerca y lejos al mismo tiempo. En el aquí y el ahora de dos sitios, en el que se está y en el que se estuvo.

Y cuando eso pasa algo se transforma, y uno es capaz de ver el mundo de otra forma, más amplio, más grande, más tuyo. Porque al final siempre hay pedazos de ti que se quedan donde estás y estuviste y que continúan transmitiendo para siempre. Muchas versiones de quien eres o fuiste habitando un mundo que no se siente ya tan ajeno.

Y al final lo que se tiene es un territorio propio, un espacio particular. Se es de dos sitios y de ninguno. Se es de ese lugar entre los dos que sólo conoce quien lo habita. No hay pasaportes o aeropuertos autóctonos, pero se necesitan para llegar allí. No se viaja hasta allí, pero se llega por haberlo hecho hacia otra parte. No se tiene dirección ni código postal, pero allí se vive. Siempre viendo a quien está lejos en lo que está cerca, siempre tocando en lo palpable lo impalpable de los recuerdos. Siempre, caminando por calles que son muchas, que son una y otras al mismo tiempo, pero que siempre son las calles inexistentes de ese lugar inexistente del que nunca se sale cuando se llega.

Ese lugar invisible al que una vez que se llega se pertenece para siempre.

domingo, 13 de marzo de 2011

Sentido

Suenan las campanas de una iglesia que no veo y una luz naranja ilumina la página de mi libro mientras despido una tarde hermosa en una terraza. El frío comienza a aumentar, pero aun permanecen los remanentes del sol que iluminó este día de finales de invierno. Y la gente pasa a mi lado hablando en otras lenguas o con otros acentos. Y la cerveza esta fría y el cigarrillo dibuja figuras con el humo. Y de repente todo parece tener sentido. Parece adquirir forma, descifrarse delante de mi sin que logre entender el código, pero consciente de que todo, cada persona, cada campanada, cada sonido de la página al pasar, debe estar ahí por una razón. Y no me importa saber cuál es. Eso resulta lo de menos.

Y me doy cuenta, sin pensarlo mucho, que siento una completa e inconmensurable plenitud.

Y siento como si pudiera nombrar y expresar todo. Pero como si al mismo tiempo no hiciese falta. Y siento que todos los que me rodean tienen algo de mí, son algo mío, una extensión, parte del todo de mi existencia y de ese segundo de mi presente. Que podría recordarlos a todos para siempre y que podría abrazarlos a todos con cariño sincero y sentarme en sus mesas y formar de inmediato parte de sus familias.

Y siento que todos los sonidos componen una sinfonía que por alguna razón nunca somos capaces de oír, pero en la que cada uno de ellos tiene un propósito. Y siento con todos los sentidos conscientemente. Y la mesa es una mesa bajo mi mano y el vaso está húmedo y la cerveza fría en mi garganta y la conversación en italiano de los de al lado se mezcla con la de los chilenos de la mesa de mas allá y con la de los peruanos que pasan en bicicleta y con el sonido de las uñas de un perro sobre la acera. Y los bordes y los detalles y la luz parecen más claros, en alta definición.

Y es como si de repente la conciencia de todo lo horrible conviviera en paz con la conciencia de todo lo hermoso y tuviese una explicación clara e incuestionable de que el hombre sea como es.

Y es como si de repente mi cuerpo se sintiera fundirse con el aire, con el roce. Como si mi piel pudiese hablar con respingos silenciosos. Y como si mis ojos no estuviesen ansiosos por mirar sino que miraran con calma, con la certeza de que no se perderán nada porque todo, todo está ahí, resumido y sumado en este momento.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

Marrakech

Mucho. En Marrakech todo existe precedido por el adjetivo mucho. Infinitas cantidades de gente, motos, bicicletas, especias, mercados, luz, gatos. Todo coexistiendo en callejuelas estrechas de puertas hermosas que a primera vista parecen incapaces de contener tanto, pero que, como por arte de magia, parecen expandirse sin que ningún ojo sea capaz de entender el efecto, solo para abarcarlo todo.

En Marrakech todo está vivo, todo se mueve, todo se oye. La vida está afuera, la vida se comparte y, al mismo tiempo, la vida está rodeada de altavoces que recuerdan la hora del rezo y de velos y túnicas y normas. La libertad y la represión conviven, una ruidosa y apabullante, la otra estrecha y contenida, en un lugar que da la sensación de no inmutarse de la contradicción que lo rodea.

Y es esa capacidad de convivir, incluso de disfrutar, la contradicción lo que desde el momento en que se pisa la Medina se apodera de cualquier recién llegado. Porque todo esto, el movimiento, las calles estrechas y los espacios repletos, nunca agobia. Y mientras esquiva motos, ciclistas, carretas tiradas por burros y una muchedumbre en una calle que tiene no más de tres metros de ancho, el visitante se siente extrañamente diferente y en casa, ansioso de absorber con cada célula de su cuerpo el palpitar casi palpable de la ciudad.

No se puede pensar demasiado en el destino cuando se camina por estas calles. Se piensa en el ahora. Se vive en el presente. Y es por eso que al salir, repentinamente, a la plaza de Djema El-Fna la adrenalina hace una pausa de segundos. Allí, en medio de todo, está un espacio amplio, enorme, que parece interminable. Un espacio en que no hay estructuras construidas, un rectángulo en que solo se permiten elementos pasajeros: gente, motos, bicicletas, coches, carros de comida, de venta de jugo de naranja, de especias, artistas callejeros o encantadores de serpientes. Toda la esencia vital de Marrakech parece condensarse ahí, en esos muchos metros de amplitud en medio de la ciudad. Pero hay algo más. Al principio no se sabe explicar muy bien la sensación. Y luego se descubre, y cuando se descubre es ineludible: es el cielo. Porque desde allí y a donde se mire se divisa, siempre, el horizonte. Y el visitante, amaestrado animal urbano, recuerda, como despertando, que esa línea en que la tierra y el sol se unen siempre está ahí, aunque la tapen los edificios. Y, por un momento, tiene la certeza de que las opresiones de la rutina, las crisis de la vida diaria, no importan.

Marrakech parece una formación geológica. Su caótica distribución parece reproducir siluetas naturales, cuevas y pasadizos. Sus edificios reniegan del gris del concreto. Remedan el color del atardecer y del desierto, de la tierra. Marrakech es del color de cuando se cierran los ojos y se pone la cara al sol.

Ningún mapa podría reproducir fielmente los vericuetos de las calles del mercado de Marrakech. Nunca se sabe donde empieza y dónde termina. Parece estar en todas partes, parece funcionar dentro de un laberinto eterno de paredes repletas de objetos brillantes y coloridos. Y eso no importa. Perderse en las calles de Marrakech es encontrase. Caminar sin rumbo es entender que allí el rumbo no existe, que las estructuras y los planes son innecesarios, que solo hay que dejarse llevar. Y de repente, como sucede casi todo en esa ciudad cuando se caminan sus callejuelas, se está solo. Y todo, la muchedumbre y las motos y los burros y los ciclistas y los objetos brillantes y coloridos, se esfuma. Y en ese momento ya no hay adrenalina. Hay paz. Y esa misma necesidad de absorber el palpitar acelerado de las calles repletas, se convierte en la necesidad de absorber el silencio melancólico de las callejuelas, cargado de tranquilidad. Y así se tiene tiempo de admirar el detalle amoroso de los labrados de las puertas o la hermosura triste de la pintura deteriorada de las paredes de las casas o un inesperado jardín de verde intenso que ve pasar a sigilosas mujeres con velo.

No hay forma de definir a Marrakech en una palabra o en una fotografía. Nada que no sea experimentarla –sus calles repletas y sus calles vacías, sus mezquitas y sus turistas, sus tagines y sus pizzerías, sus cafés siempre mirando a la plaza, su canto del rezo lanzado al aire en un idioma incomprensible y hermoso – puede si quiera intentar plasmar la esencia compleja que la compone. Marrakech, para quien la visita, es más una sensación que un lugar.