sábado, 28 de agosto de 2010

Agosto

Ha sido un extraño agosto. Nada de viajes a casa de la abuela, nada de parrilladas familiares, nada de playa. Un mes entero de realidad en cámara lenta. De idas al banco a retirar dinero, de cálculos de presupuesto reducido. Un mes entero de días de largas horas, que transcurren con la lentitud derivada de no saber qué hacer con ellas. De viajes incontables del cuarto a la cocina. De películas, series, libros. De los jardines de Kensington de Fresan y de Mad Men. De cervezas y cigarrillos. De dormir a deshoras y despertarme siempre con sueño, sin importar cuánto haya dormido. De sueños inquietantes e inquietos. De recorridos extasiados por El Retiro. De calor conocido. De ropa de playa. De sandalias y la calle Doctor Esquerdo. Del autobús 15 y el descubrimiento del 202, del Búho N8. De comprar pan de aceitunas y salmón. De aguacates. De adicción al queso de Burgos con nueces. De mucho silencio. Un mes en el que he hablado poco, ya casi ni conmigo. En que cuando converso se me escapan las palabras de vez en cuando, tal vez por el desuso. Un mes en que me veo con dificultades para soltarme en una conversación con amigos de siempre. Un agosto en que agradezco en silencio las horas parada en la caja o barriendo los pisos de KFC. Un agosto en que mi consulta de saldo revela los primeros euros ganados. Un agosto en que admiro, sobria y soñolienta, la belleza de Cibeles en la madrugada a la espera del autobús nocturno. Un agosto en que camino por una Madrid ya familiar. En que no reúno fuerzas para salir de casa. En que me hago amiga íntima de Annie (mi laptop). En que me descubro acostumbrada a cerrar la puerta de mi cuarto aunque este sola en mi piso. En que disfruto de caminar en camiseta y bragas por mi casa. Un agosto de experimentos culinarios exitosos. Un agosto de comida sana y de excesos grasientos, cargados de carbohidratos... y culpables. Un agosto de extremos y también de intermedios. Un agosto con fórmula de promedio y no de moda. Un agosto conmigo. Una extraña vacación, pero vacación. Una vacación de las decisiones y contactos, una vacación de las presiones. Un postergar lo decisivo…

Un agosto que finaliza a las puertas de un septiembre asumido como el límite permisivo de mi abandono.

sábado, 10 de julio de 2010

Horas abiertas

Puedo entender a la gente que se deprime tras años de paro. Entiendo la desesperación que puede generar esa sensación de incógnita, de espacio abierto, de horas ociosas que llenar con algo.

Por mucho tiempo en el periódico mi tortura diaria era mirar el reloj de la computadora, esperando que los minutos hubiesen pasado tan rápido como tan lento se me había hecho el día. Y cuando me arriesgaba a mirarlo, esperanzada, deseosa y lista, allí seguía la hora, sólo unos minutos más tarde de lo que me había parecido una eternidad. En esos momentos quería irme, quería que la tarde pasara y quería llegar a mi casa. Era por eso que los días libres, producto de las guardias de fin de semana y gastados en ver series, películas o leer - lo último en muy pocas ocasiones, porque lo menos que quería era pensar demasiado - no parecían desperdiciados. No tenía energía para otra cosa que no fuese tirarme en un sofá en pijama todo el día. Y no me parecía que estuviese mal.

¿No es ese el sueño de todo el que tiene un trabajo al que llegar todas las mañanas? Lo era para mí, lo era para nosotros. No hacer nada, retirarnos. Con esos soñábamos a los 23 años, quemados por la cantidad e intensidad del trabajo y, afrontémoslo, seducidos por la posibilidad de huir de una adultez que de improviso exigía la mayoría de las horas de nuestros días.

Lo que pasa con sueños como esos, de los que se habla en salidas a fumar a las escaleras de emergencia y en noches de cervezas o vinos, es que cuando se cumplen tienen poco de bucólicos y mucho de la misma desesperación del presente desde el que se soñaban.

Hay algo raro en despertar ante un día de interminables horas abiertas. Hay algo raro cuando por mucho tiempo el despertar pesaba porque se sabía lo que venía, la rutina tan temida del día. Y ahora pesa por lo contrario. Genera una inquietud que no deprime, pero que angustia. El día es largo – mucho más largo en este verano caluroso – y la perspectiva está abierta. Y la cabeza registra el fichero de posibles actividades con avidez, pero no se decide por ninguna. No sabe.

Siempre he disfrutado la soledad. Ventaja y desventaja de ser hija única. Pero últimamente le huyo y no se me escapa la razón. Es más difícil pensar sobre las respuestas que no se tienen cuando estás acompañada, es más fácil asumir las inquietudes sin resolver que te acompañan cuando las reconoces en otros.

Cuando en días como hoy las horas pasan y me muevo imparable por mi piso, por mi cuarto, en busca de algo que hacer; cuando en días como hoy no veo a nadie y casi no hablo o hablo sola; cuando en días como hoy el calor arrecia esté dentro o fuera; cuando en días como hoy la inquietud es tan grande que no puedo concentrarme en leer o ver una película; cuando en días como hoy estoy activa pero sin saber dónde poner la energía… deseo estar de nuevo en el periódico, deseo tener que terminar una nota odiosa y mirar de reojo el reloj, deseo soñar de nuevo con tener infinito tiempo libre, deseo volver al momento anterior en que el presente que tengo era utópico y animaba mis días y no era una realidad en tránsito, un esperar sin saber qué se espera.

Una vez, en el Reina Sofía, entré a una sala vacía. Esa era la obra. Una sala enorme, pintada de blanco. Mientras caminaba con Edgar por ese espacio me invadió una angustia indefinible. Se lo dije. Y me dijo algo que en el fondo es la conclusión de todo esto. “En el mundo moderno no sabemos qué hacer con el vacío”. Estamos tan asustados que preferimos – aunque es cierto que también se nos exige – llenar nuestros días, correr de un lado a otro, siempre ir contra el reloj. Porque mirar el reloj sólo por mirarlo intimida. Te para frente a ti mismo y te pregunta, te interpela. Y eso, aunque grandioso, da mucho miedo.

miércoles, 30 de junio de 2010

Up we go

We’re adults. When did that happen?


Es mi primer encuentro. Y como primer encuentro es incómodo. Es inesperado (aunque previsible), inoportuno (lo sería siempre de todas formas), y me deja sin herramientas de respuesta. No avisa de su llegada, sólo se presenta. Yo pensaba que la conocía. No. Ahora comienza, ahora se me presenta, ahora me da la mano y me mira a los ojos, intimidante. “Hola... soy la adultez”. Y la miro sin mirarla a los ojos – como es mi costumbre – y la reviso de arriba abajo y no sé leerla. No sé qué quiere. O, sí lo sé, pero no sé cómo dárselo y no sé si quiero o puedo.

Creí que ya la conocía, que sabía manejarla y manejarme con ella. Creí haberla visto a la cara no hace mucho y haber asumido su ingobernable presencia. Pero mientras la miro, sin mirarla a los ojos, me doy cuenta de que todo lo anterior fue un ejercicio.

Siempre me creí madura. Una adulta enana que medía las consecuencias de sus actos y argumentaba sus opiniones. En realidad aún soy una niña. Creo que nunca dejaré de serlo. Y esa niña se presenta tomada de la mano de la adultez y me saluda, sonriente y ajena a la confusión que me genera todo.

No sé si es normal que a la vista de la verdadera adultez te des cuenta de que eres realmente y aún una niña. Supongo que sí. Es una conclusión que proviene de la comparación, del contraste. El problema es que la niña no sabe cómo asumir lo que no puede eludir. Recurre a sus herramientas de siempre, pero no valen. Se requieren nuevas. Dónde se encuentran, dónde está el Adultez for dummies. En ninguna parte. Así la niña y la adultez te miran, una ingenua y distraída con el moverse de las hojas y la otra severa y a la espera de una respuesta sin la que no se irá. Porque ambas tienen maletas. Pero una la tiene para montarse en el tren e irse y la otra la tiene para mudarse contigo.

lunes, 21 de junio de 2010

Descarga

Al parecer ser periodista no sirve de nada. Y menos periodista venezolana con experiencia venezolana. Si soy honesta siempre lo sospeché. Sí, ser periodista te permite acceder a cosas ajenas a los “mortales”, sí, te permite escribir de la realidad y convertirte en “generador de opinión”; sí, te pone en la misma categoría (aunque sea una falacia con todas sus letras) de Hemingway, Capote o García Márquez. Y ¿qué? El problema con ser periodista es que no se sabe muy bien qué eres o qué haces. Tus funciones, aunque relativamente claras cuando trabajas en un medio, no son de conocimiento común. Y eso no hace que, como en el cine y la literatura, estés rodeado de un halo de misterio y de coolness… sólo hace que seas poco más que inempleable.

En el trabajo de buscar trabajo cinco años de experiencia en un periódico de otro país valen poco. En el trabajo de buscar trabajo esos mismos cinco años te hacen descartable porque no son experiencia en los trabajos que estás buscando. Porque, my friends, esa idea del cine en que la gente trabaja de lo que sea en cuanto llega a otra parte es, como que yo tenga algo en común con Hemingway, una GRAN falacia. No. Para trabajar de “cualquier cosa” también se requiere experiencia. Nadie quiere a una inútil con las manos, aunque rápida tecleadora, de camarera. Es lógico. Nadie quiere a alguien que puede escribir una nota de una página en dos horas atendiendo clientes.

Da igual que repitas en incontables (y cada vez más destructivas para tu autoestima) entrevistas que aunque tengas poca experiencia en atención al cliente trabajar en un periódico te enseñó a tratar con gente, a generar empatía, raport. Cuando repito esa frase (ya no sé cuántas veces dicha) recibo una mirada en blanco, un “Simply my dear I don’t give a damn”. Porque realmente no importa. Soy inempleable porque nadie quiere a una trabajadora de 26 años que no tiene más que experiencia de redactora en un periódico. Nadie salvo, claro, algún medio. Pero eso sería imaginar una tierra de hadas en la que, en medio de la crisis actual, los medios contraten y, no sólo eso, sino que contraten a una periodista extranjera por encima de los periodistas españoles que no tienen trabajo.

Hace algunos meses me sentí aquí. Por fin, por primera vez, me dejé sentirme aquí. Me dejé reconocerme aquí, asumirme aquí, verme aquí. Y ahora, gracias a ese desliz de mis muros protectores, la posibilidad de volver es aún más difícil. Porque no tiene que ver sólo con el desastre, con el país, con Caracas. Tiene que ver con que me vi siendo otra. No en este presente, no. Me vi. Me vi viviendo aquí. Me vi saliendo en las mañanas de domingo al Retiro, me vi tomando cañas en terrazas con mis amigos, me vi recibiendo visitas y organizando cenas, me vi buscando apartamentos, me vi optando por caminar en vez de tomar el metro, me vi sonreír más que otra cosa…

Me vi… y ahora ya no me veo.

martes, 1 de junio de 2010

Sandalias

Eran libres. En Caracas mis pies eran libres. Cierto que los embutía en botas de vez en cuando y que muchas veces más que las que menos se arropaban en mis converse. Pero siempre tenían la posibilidad de ser libres. Nada de inviernos helados, ni de aceras resbaladizas por la nieve cuajada. Nada de decisiones de calzado influidas por un clima de cuatro estaciones. Cada mañana podían esperar ser libres. Acomodarse sin límites en mis sandalias o mis havaianas y ser felices. Claro, esto significó también muchos fiascos de charcos de dudosa (y mejor desconocida) procedencia en el Centro y el desarrollo de una resistencia tenaz al ataque extremo de los elementos. Pero no les importaba. Eran libres. Y con la llegada de la primavera volvieron a serlo. Se desperezaron, guardaron sus indumentarias de cuero del invierno y sus varios pares de medias y se desnudaron. Dispuestos a no taparse más, salvo con alguna tira de cuero o de goma poco invasivas.

Hoy es un día de playa en Madrid, una ciudad sin playa. La brisa que entra por la ventana, la misma que sentía al caminar a mi casa de regreso de una terraza, es la misma de las noches frente al mar y la piscina en Morrocoy. Ni fría ni tibia, perfecta. Bien recibida, no invasiva. Una brisa que acompaña y ameniza conversas que se extienden no sólo por el gusto de conversar, sino por el gusto de conversar siendo rozada por ella. Y es en este día – que no es el primero y, claro, no será el último por un tiempo –, en este día en que mis pies son libres, que me transporto a los viajes a la playa, a mi ciudad, a mi gente, al ipod y las cornetas, al señor Antonio, a las incursiones nocturnas en el agua tibia y las conversas hasta incalculables horas de la mañana, a los records de horas sin dormir. A momentos felices.

Nunca se piensa en lo cercano que es el clima, en la asociación directa que hace tu cabeza entre la temperatura y luz de los días y tus propios días. Y existe. Me siento más cerca estando igual de lejos con esta brisa, este sol y estos 30 grados. Estoy, sin estarlo, allí. Con un vaso de ron, una canción cantada a voz en cuello, un vestirse con cualquier ropa sólo porque te sientes feliz y te da lo mismo, un no pensar en el mañana, una despreocupación absoluta, una felicidad conocida.

Y allí, estando sin estarlo, mis pies están descubiertos, a merced del sol, de regreso a su verdadero espacio, ese que no se atiene a límites de calzados represivos, ese que reniega del recato, ese que los deja sentir, milagrosamente, una brisa playera familiar que ronda, a un océano de distancia, una Madrid sin playa.

sábado, 29 de mayo de 2010

Inspiración veraniega

¿A dónde se va la inspiración cada cierto tiempo? ¿Se toma vacaciones cuando se agota al poco de trabajar intensamente? ¿Se tira bajo el sol en una playa mientras uno rebusca frente a la pantalla intentando encontrarla, mirando con desesperación el sol que no podrá tomar? Es como si, sádica y malcriada, apareciera cuando nadie la quiere y se tomara descansos en momentos en que es la única que puede salvar las cosas. Como si un médico sólo estuviese de guardia los días en que hay un solo paciente en la emergencia con un caso leve de asma, y se tomara días libres cuando hay un tiroteo y llegan 12 personas al borde de la muerte. O como si, para no caer en exageraciones como la anterior, el metro funcionara siempre puntual los días en que no tienes que llegar a ninguna parte, pero cuando tienes una cita urgente hubiese una avería y los técnicos estuviesen todos de baja. (Bueno, lo anterior también fue una exageración, pero la hipérbole es parte de mi ser, cómo me he dado cuenta últimamente).

La inspiración no es un fluir continuo, pero, a diferencia de la felicidad (que se dice que aburriría si siempre estuviese allí), no creo que a nadie le molestaría que la inspiración fuese un poco más constante. Tampoco es cuestión de exigirle que no se tome vacaciones, pero podría consultar antes de dejarte abandonado en momentos de emergencia.

No soy de quedarme paralizada frente a una página en blanco. Como últimamente en la vida, no me paralizo, me lanzo. El tema es que igual que últimamente en la vida el lanzarse no significa hacerlo bien, sólo significa superar el miedo. Pero esa hazaña no garantiza que las cosas vayan por buen camino, sólo garantiza que nunca te arrepentirás de no haber pisado ese camino.

El tema con la desaparición de la inspiración es que el suelo en que se apoyan los pies de la mediana seguridad que tienes sobre tu capacidad se tambalea. Y te quedas en un limbo en que no sabes nada. En que tu criterio se esfuma completamente y eres incapaz de discernir.

Ya sé que hace buen tiempo y que abrieron las piscinas, pero no me molestaría que mi inspiración dejara por un momento las ondas relucientes del agua, se levantara de su toalla y me visitara un rato. Mientras tanto sigo sentada, tecleando frente al ordenador, viendo el brillo cálido que está fuera de mi ventana y envidiando en silencio a mi inspiración y a todos los que, felizmente, están tumbados al sol disfrutando de un libro.

jueves, 22 de abril de 2010

Spring is in the air

Hay algo indescriptible en el aire de la primavera. En su nacer y crecer. Lo que te rodea está vivo.

Comienza con unas pocas hojas verdes en algún árbol. Tímidas, solas antes el frío del final del invierno. Con algún pajarito que comienza a cantar más de la cuenta. Un capullo que aparece en ramas hacía nada desnudas. Al principio es leve, casi imperceptible. Pero tus ojos registran algún cambio, aúpan a las hojas solitarias en su lucha contra la inclemencia del viento, sonríen al oír el trinar algo más alegre y esperan con expectación el nacimiento que corregirá la aridez de las ramas de los árboles. Y de repente, sin que puedas decir cuándo pasó, el invierno se ha ido. Y en su lugar la naturaleza resplandece en su momento más alegre. Ya los colores reinantes no son el blanco o el gris. La gama es infinita. Y los detalles, inexistentes en la amplitud del vacío del bajo cero, se reproducen, únicos, en todo lo que ves.

No hay forma de entender - sin verla- la exaltación que tiñe todo en primavera. Mi naturaleza caraqueña, tropical, siempre fue verde, siempre fértil, siempre encontrando resquicios entre el concreto por los que salir a la luz. Nunca la vi dormir. Y ahora, ahora y aquí que vi a la naturaleza desaparecer en ramas oscuras y colores opacos, aprecio sin contenerme su ímpetu de comienzo, sus ganas de buscar el sol, su capacidad de recordar que está repleta, completa e inexorablemente viva.

La primavera tiene mucho de musical de los años 30, mucho de hippie que habla con la naturaleza, mucho de escena de Bambi en el bosque, mucho de tópico asociado con la felicidad más simple. Pero cuando la ves, cuando caminas a través de un Retiro invadido, en todos sus rincones, por flores de todos colores y formas, por una frondosidad de verde voluptuoso, por un sol cálido y un cielo azul; cuando sales de tu casa y en tu calle sonríes con ternura frente a las miles de semillas que vuelan por las aceras en busca de un lugar donde crecer; cuando te encuentras con gente más sonriente y cercana por la calle; cuando disfrutas ver las terrazas en las aceras y repletas de gente tomando cañas al sol, en ese momento, sabes que sí, que no es tópico, que la primavera contiene felicidad, que su esencia de nacimiento, de novedad, de plenitud no sólo cubre las ramas de los árboles y las cuerdas vocales de los pajaritos. Está en el aire que respiras, está a tu alrededor, y, sin que lo notes, también e irremediablemente está contigo.