domingo, 13 de marzo de 2011

Sentido

Suenan las campanas de una iglesia que no veo y una luz naranja ilumina la página de mi libro mientras despido una tarde hermosa en una terraza. El frío comienza a aumentar, pero aun permanecen los remanentes del sol que iluminó este día de finales de invierno. Y la gente pasa a mi lado hablando en otras lenguas o con otros acentos. Y la cerveza esta fría y el cigarrillo dibuja figuras con el humo. Y de repente todo parece tener sentido. Parece adquirir forma, descifrarse delante de mi sin que logre entender el código, pero consciente de que todo, cada persona, cada campanada, cada sonido de la página al pasar, debe estar ahí por una razón. Y no me importa saber cuál es. Eso resulta lo de menos.

Y me doy cuenta, sin pensarlo mucho, que siento una completa e inconmensurable plenitud.

Y siento como si pudiera nombrar y expresar todo. Pero como si al mismo tiempo no hiciese falta. Y siento que todos los que me rodean tienen algo de mí, son algo mío, una extensión, parte del todo de mi existencia y de ese segundo de mi presente. Que podría recordarlos a todos para siempre y que podría abrazarlos a todos con cariño sincero y sentarme en sus mesas y formar de inmediato parte de sus familias.

Y siento que todos los sonidos componen una sinfonía que por alguna razón nunca somos capaces de oír, pero en la que cada uno de ellos tiene un propósito. Y siento con todos los sentidos conscientemente. Y la mesa es una mesa bajo mi mano y el vaso está húmedo y la cerveza fría en mi garganta y la conversación en italiano de los de al lado se mezcla con la de los chilenos de la mesa de mas allá y con la de los peruanos que pasan en bicicleta y con el sonido de las uñas de un perro sobre la acera. Y los bordes y los detalles y la luz parecen más claros, en alta definición.

Y es como si de repente la conciencia de todo lo horrible conviviera en paz con la conciencia de todo lo hermoso y tuviese una explicación clara e incuestionable de que el hombre sea como es.

Y es como si de repente mi cuerpo se sintiera fundirse con el aire, con el roce. Como si mi piel pudiese hablar con respingos silenciosos. Y como si mis ojos no estuviesen ansiosos por mirar sino que miraran con calma, con la certeza de que no se perderán nada porque todo, todo está ahí, resumido y sumado en este momento.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

Marrakech

Mucho. En Marrakech todo existe precedido por el adjetivo mucho. Infinitas cantidades de gente, motos, bicicletas, especias, mercados, luz, gatos. Todo coexistiendo en callejuelas estrechas de puertas hermosas que a primera vista parecen incapaces de contener tanto, pero que, como por arte de magia, parecen expandirse sin que ningún ojo sea capaz de entender el efecto, solo para abarcarlo todo.

En Marrakech todo está vivo, todo se mueve, todo se oye. La vida está afuera, la vida se comparte y, al mismo tiempo, la vida está rodeada de altavoces que recuerdan la hora del rezo y de velos y túnicas y normas. La libertad y la represión conviven, una ruidosa y apabullante, la otra estrecha y contenida, en un lugar que da la sensación de no inmutarse de la contradicción que lo rodea.

Y es esa capacidad de convivir, incluso de disfrutar, la contradicción lo que desde el momento en que se pisa la Medina se apodera de cualquier recién llegado. Porque todo esto, el movimiento, las calles estrechas y los espacios repletos, nunca agobia. Y mientras esquiva motos, ciclistas, carretas tiradas por burros y una muchedumbre en una calle que tiene no más de tres metros de ancho, el visitante se siente extrañamente diferente y en casa, ansioso de absorber con cada célula de su cuerpo el palpitar casi palpable de la ciudad.

No se puede pensar demasiado en el destino cuando se camina por estas calles. Se piensa en el ahora. Se vive en el presente. Y es por eso que al salir, repentinamente, a la plaza de Djema El-Fna la adrenalina hace una pausa de segundos. Allí, en medio de todo, está un espacio amplio, enorme, que parece interminable. Un espacio en que no hay estructuras construidas, un rectángulo en que solo se permiten elementos pasajeros: gente, motos, bicicletas, coches, carros de comida, de venta de jugo de naranja, de especias, artistas callejeros o encantadores de serpientes. Toda la esencia vital de Marrakech parece condensarse ahí, en esos muchos metros de amplitud en medio de la ciudad. Pero hay algo más. Al principio no se sabe explicar muy bien la sensación. Y luego se descubre, y cuando se descubre es ineludible: es el cielo. Porque desde allí y a donde se mire se divisa, siempre, el horizonte. Y el visitante, amaestrado animal urbano, recuerda, como despertando, que esa línea en que la tierra y el sol se unen siempre está ahí, aunque la tapen los edificios. Y, por un momento, tiene la certeza de que las opresiones de la rutina, las crisis de la vida diaria, no importan.

Marrakech parece una formación geológica. Su caótica distribución parece reproducir siluetas naturales, cuevas y pasadizos. Sus edificios reniegan del gris del concreto. Remedan el color del atardecer y del desierto, de la tierra. Marrakech es del color de cuando se cierran los ojos y se pone la cara al sol.

Ningún mapa podría reproducir fielmente los vericuetos de las calles del mercado de Marrakech. Nunca se sabe donde empieza y dónde termina. Parece estar en todas partes, parece funcionar dentro de un laberinto eterno de paredes repletas de objetos brillantes y coloridos. Y eso no importa. Perderse en las calles de Marrakech es encontrase. Caminar sin rumbo es entender que allí el rumbo no existe, que las estructuras y los planes son innecesarios, que solo hay que dejarse llevar. Y de repente, como sucede casi todo en esa ciudad cuando se caminan sus callejuelas, se está solo. Y todo, la muchedumbre y las motos y los burros y los ciclistas y los objetos brillantes y coloridos, se esfuma. Y en ese momento ya no hay adrenalina. Hay paz. Y esa misma necesidad de absorber el palpitar acelerado de las calles repletas, se convierte en la necesidad de absorber el silencio melancólico de las callejuelas, cargado de tranquilidad. Y así se tiene tiempo de admirar el detalle amoroso de los labrados de las puertas o la hermosura triste de la pintura deteriorada de las paredes de las casas o un inesperado jardín de verde intenso que ve pasar a sigilosas mujeres con velo.

No hay forma de definir a Marrakech en una palabra o en una fotografía. Nada que no sea experimentarla –sus calles repletas y sus calles vacías, sus mezquitas y sus turistas, sus tagines y sus pizzerías, sus cafés siempre mirando a la plaza, su canto del rezo lanzado al aire en un idioma incomprensible y hermoso – puede si quiera intentar plasmar la esencia compleja que la compone. Marrakech, para quien la visita, es más una sensación que un lugar.

jueves, 7 de octubre de 2010

Tenemos...

“Tenemos memoria, tenemos amigos / tenemos los trenes, la risa, los bares / tenemos la duda y la fe, sumo y sigo”… En honor a Sabina y sus listas de particularidades universales: tenemos los días de lluvia cuando hay buen ánimo, tenemos Cibeles iluminada, tenemos las noches que no se terminan, tenemos las caminatas en la nieve de un bar a otro, tenemos la entrada gratuita a los museos después de las 19:00, tenemos las aceras para transeúntes, tenemos los edificios de la Gran Vía, tenemos la Plaza Mayor, tenemos la diversidad de Lavapiés, la modernidad de Malasaña, las tiendas especializadas, los chinos, tenemos las viejitas conversadoras, tenemos las terrazas de El Retiro, tenemos Tabacalera y Matadero, tenemos la Carlos III, tenemos los búhos, tenemos el metro de madrugada, tenemos las castañas en invierno, tenemos la ropa de verano, tenemos gangas a un euro en El Rastro y las tostas en la plaza los domingos, tenemos las noches insomnes hablando con los amigos que están lejos, tenemos Neptuno cuando gana el Atleti y toda Madrid cuando gana España, tenemos bibliotecas gratuitas, supermercados repletos y bancos vacíos, tenemos las ganas de caminar sin oír el ipod, tenemos strip poker, tenemos noches viendo pelis en Annie, los partidos del mundial con los amigos, tenemos las caminatas nocturnas sin mirar atrás, tenemos las piscinas en verano, la nieve en el cumpleaños, la calle La Salud, el auditorio Gabriela Mistral, el Reina Sofía, el bar de los venezolanos en la calle Esperanza, el Quevedo y Wurlitzer, tenemos las tapas con las cañas, tenemos la hermandad silenciosa y tacita al oír un acento familiar en otra boca, tenemos el respiro agradecido a la curiosidad sana de los que son de aquí, tenemos el agradecimiento indecible a la preocupación que tienen tus nuevos amigos por ti, tenemos los pisos de La Latina y Tribunal donde se quedaron los papas, tenemos El Paseo de la Dirección y la calle Mira el Sol, tenemos la llegada de la primavera, tenemos el pollo asado en San Antonio de La Florida, y el ínfimo Manzanares, la brisa de playa tan lejos del mar, el cine al aire libre, las litronas, tenemos el Cercanías, la línea 6 y la 9 del metro, tenemos Olavide y El Costello, Fnac y la Cuesta de Moyano, tenemos móvil en vez de celular, piso en vez de apartamento, ordenador en vez de computadora, colega en vez de pana, tenemos la nostalgia sabrosa de descubrir lo se quiere del lugar del que se partió, tenemos la indignación intacta por lo que pasa en donde ya no se está y la indignación nueva por lo que pasa en donde se está ahora, tenemos un frente abierto, tenemos el miedo a lo desconocido, el regusto de lo desconocido. Tenemos un año en Madrid.

martes, 5 de octubre de 2010

Esperando en la cola del cine

Hay momentos en que verdades que ya conoces, pero convenientemente ignoras, se dibujan frente a ti nítidamente. Son momentos te sorprenden, que te agarran desprevenida y se aprovechan de que no sabes que hacer para demorarse en todo lo que habías tratado de no mirar. El otro día bajaba caminando por Alcalá hacia Cibeles y, claro, hacia KFC, cuando algo me hizo detenerme en seco. En el Paseo Recoletos estaba la Feria del Libro Viejo. Sin moverme y un poco aturdida miré alrededor y en la Casa América una pancarta antes desapercibida resaltó: Festival Viva América. Rebusqué en mi cabeza. Era primero de octubre. Un año en Madrid. Y en esos segundos en que no pude moverme, parada frente a los recuerdos de mi primera semana en esta ciudad, repasé el año y, en especial, los últimos meses.

Mal octubre para cumplir un año. Mal octubre para un aniversario. Una suma de balances poco positivos hacen peso frente al “no quiero regresar a Caracas” que se yergue como una de las únicas razones para persistir. Y claro que no es la única. Tengo amigos, amo esta ciudad. Pero ¿debo quedarme aquí? Caracas no es una opción, pero, tras un año, Madrid es una opción cada vez más oscura. Y seamos honestos, no creo que otra ciudad lo sea menos. Y no es solo lo laboral (aunque es la mayoría del todo), es todo. Tras un año, parada en medio de la calle, me di cuenta que nada me ata a esta ciudad. Que mis únicos vínculos son los amigos del master, nada más. Ni mi piso, ni mi calle, ni lo que escribo. Nada. Aun me siento turista, aun me siento ajena, aun me siento recién llegada, pero al mismo tiempo cargo con el cansancio de haber llegado hace un año y no haber logrado nada.

Es como estar esperando en línea a que tu vida comience. Tienes la entrada, pero por razones que nadie te explica, no te dejan entrar a la sala y retrasan la hora. Pero tú quieres ver la película. Así que te quedas, esperas en línea. Y tu humor fluctúa entre esperanzado y frustrado. Pero sigues sin entrar. Y la gente en la línea te dice que tengas paciencia, que vas a entrar, pero cada vez les crees menos. Y es cierto, no estás sola en esa fila. Hay más gente contigo que tampoco puede entrar. Pero eso no alivia la espera, solo la hace más angustiosa. Porque si ignoran a tantos espectadores ¿quién dice que habrá función? Tal vez la cancelaron y nunca veas la película.

Y te da miedo que tal vez, un día, tras esperar sin respuesta, te resignes y guardes la entrada en la cartera y en el futuro la mires con nostalgia, recordando la que eras en esos días de la fila, y la guardes rápidamente para no mirar tan de cerca lo lejos que estás de esa espectadora que esperaba para ver esa película que al final nunca se proyectó.

Mi ánimo no es el más alegre este octubre. Mucho tiene que ver el clima y la gripe típica producto de los desbarajustes de temperatura. Pero la responsabilidad real es de mi aniversario. Ese que me cayó en seco, cual yunque de comiquita, y que desde entonces me dejó un chichón de dudas que aun no se deshincha.

jueves, 16 de septiembre de 2010

Llueve

En Madrid hoy llueve. Y las calles nocturnas, generalmente habitadas por algún ruido, escuchan en silencio la caída de las gotas. Esta es una lluvia bonita, lenta, acompasada. Con algo de romántica y melancólica. Se entiende que, con ella como tercera integrante, haya tantas escenas de amor, de encuentros. La lluvia en la noche tiene algo especial. Los cristales de los autobuses tapizados de gotitas, las luces difuminadas, hasta la gente mojada que para resguardarse se acumula en portales y salientes, se acompaña, se apretuja y roza, se ayuda.

Esta es una ciudad apacible cuando llueve.

Hay algo de desamparo en los días de lluvia. Pero en las noches de lluvia hay algo más. Nadie retrasa la llegada. Todos, remojados y tiritantes, se apresuran hacia ese, su lugar seguro y seco. A ese techo familiar en que, con placer, se despojan de sus húmedas ropas y se enredan en las sábanas.

La lluvia tiene, siempre, algo de disfrute infantil, de libertad esbozada en la democracia de las gotas que no distinguen sobre quien caen. Bajo la lluvia somos sin poses, somos sin imposiciones. Bajo la lluvia somos. Y mientras caminamos y sentimos las gotas caer, como caricias frías, solo deseamos volver a casa.

sábado, 28 de agosto de 2010

Agosto

Ha sido un extraño agosto. Nada de viajes a casa de la abuela, nada de parrilladas familiares, nada de playa. Un mes entero de realidad en cámara lenta. De idas al banco a retirar dinero, de cálculos de presupuesto reducido. Un mes entero de días de largas horas, que transcurren con la lentitud derivada de no saber qué hacer con ellas. De viajes incontables del cuarto a la cocina. De películas, series, libros. De los jardines de Kensington de Fresan y de Mad Men. De cervezas y cigarrillos. De dormir a deshoras y despertarme siempre con sueño, sin importar cuánto haya dormido. De sueños inquietantes e inquietos. De recorridos extasiados por El Retiro. De calor conocido. De ropa de playa. De sandalias y la calle Doctor Esquerdo. Del autobús 15 y el descubrimiento del 202, del Búho N8. De comprar pan de aceitunas y salmón. De aguacates. De adicción al queso de Burgos con nueces. De mucho silencio. Un mes en el que he hablado poco, ya casi ni conmigo. En que cuando converso se me escapan las palabras de vez en cuando, tal vez por el desuso. Un mes en que me veo con dificultades para soltarme en una conversación con amigos de siempre. Un agosto en que agradezco en silencio las horas parada en la caja o barriendo los pisos de KFC. Un agosto en que mi consulta de saldo revela los primeros euros ganados. Un agosto en que admiro, sobria y soñolienta, la belleza de Cibeles en la madrugada a la espera del autobús nocturno. Un agosto en que camino por una Madrid ya familiar. En que no reúno fuerzas para salir de casa. En que me hago amiga íntima de Annie (mi laptop). En que me descubro acostumbrada a cerrar la puerta de mi cuarto aunque este sola en mi piso. En que disfruto de caminar en camiseta y bragas por mi casa. Un agosto de experimentos culinarios exitosos. Un agosto de comida sana y de excesos grasientos, cargados de carbohidratos... y culpables. Un agosto de extremos y también de intermedios. Un agosto con fórmula de promedio y no de moda. Un agosto conmigo. Una extraña vacación, pero vacación. Una vacación de las decisiones y contactos, una vacación de las presiones. Un postergar lo decisivo…

Un agosto que finaliza a las puertas de un septiembre asumido como el límite permisivo de mi abandono.

sábado, 10 de julio de 2010

Horas abiertas

Puedo entender a la gente que se deprime tras años de paro. Entiendo la desesperación que puede generar esa sensación de incógnita, de espacio abierto, de horas ociosas que llenar con algo.

Por mucho tiempo en el periódico mi tortura diaria era mirar el reloj de la computadora, esperando que los minutos hubiesen pasado tan rápido como tan lento se me había hecho el día. Y cuando me arriesgaba a mirarlo, esperanzada, deseosa y lista, allí seguía la hora, sólo unos minutos más tarde de lo que me había parecido una eternidad. En esos momentos quería irme, quería que la tarde pasara y quería llegar a mi casa. Era por eso que los días libres, producto de las guardias de fin de semana y gastados en ver series, películas o leer - lo último en muy pocas ocasiones, porque lo menos que quería era pensar demasiado - no parecían desperdiciados. No tenía energía para otra cosa que no fuese tirarme en un sofá en pijama todo el día. Y no me parecía que estuviese mal.

¿No es ese el sueño de todo el que tiene un trabajo al que llegar todas las mañanas? Lo era para mí, lo era para nosotros. No hacer nada, retirarnos. Con esos soñábamos a los 23 años, quemados por la cantidad e intensidad del trabajo y, afrontémoslo, seducidos por la posibilidad de huir de una adultez que de improviso exigía la mayoría de las horas de nuestros días.

Lo que pasa con sueños como esos, de los que se habla en salidas a fumar a las escaleras de emergencia y en noches de cervezas o vinos, es que cuando se cumplen tienen poco de bucólicos y mucho de la misma desesperación del presente desde el que se soñaban.

Hay algo raro en despertar ante un día de interminables horas abiertas. Hay algo raro cuando por mucho tiempo el despertar pesaba porque se sabía lo que venía, la rutina tan temida del día. Y ahora pesa por lo contrario. Genera una inquietud que no deprime, pero que angustia. El día es largo – mucho más largo en este verano caluroso – y la perspectiva está abierta. Y la cabeza registra el fichero de posibles actividades con avidez, pero no se decide por ninguna. No sabe.

Siempre he disfrutado la soledad. Ventaja y desventaja de ser hija única. Pero últimamente le huyo y no se me escapa la razón. Es más difícil pensar sobre las respuestas que no se tienen cuando estás acompañada, es más fácil asumir las inquietudes sin resolver que te acompañan cuando las reconoces en otros.

Cuando en días como hoy las horas pasan y me muevo imparable por mi piso, por mi cuarto, en busca de algo que hacer; cuando en días como hoy no veo a nadie y casi no hablo o hablo sola; cuando en días como hoy el calor arrecia esté dentro o fuera; cuando en días como hoy la inquietud es tan grande que no puedo concentrarme en leer o ver una película; cuando en días como hoy estoy activa pero sin saber dónde poner la energía… deseo estar de nuevo en el periódico, deseo tener que terminar una nota odiosa y mirar de reojo el reloj, deseo soñar de nuevo con tener infinito tiempo libre, deseo volver al momento anterior en que el presente que tengo era utópico y animaba mis días y no era una realidad en tránsito, un esperar sin saber qué se espera.

Una vez, en el Reina Sofía, entré a una sala vacía. Esa era la obra. Una sala enorme, pintada de blanco. Mientras caminaba con Edgar por ese espacio me invadió una angustia indefinible. Se lo dije. Y me dijo algo que en el fondo es la conclusión de todo esto. “En el mundo moderno no sabemos qué hacer con el vacío”. Estamos tan asustados que preferimos – aunque es cierto que también se nos exige – llenar nuestros días, correr de un lado a otro, siempre ir contra el reloj. Porque mirar el reloj sólo por mirarlo intimida. Te para frente a ti mismo y te pregunta, te interpela. Y eso, aunque grandioso, da mucho miedo.