viernes, 20 de diciembre de 2019

La casa

Es una casa llena de una vida que se acabó. Allí está Bianca corriendo a la puerta a recibirnos, mi papá leyendo el periódico en esos bonitos pero poco cómodos muebles de madera de la sala, mi mamá fumando un cigarrillo y tomando un café, las paredes llenas de cuadros, las mesas llenas de fotos y cajitas (cuántas cajitas), las mañanas de desayunos en la cama, las tardes de estudiar en el comedor, las sillas asignadas tácitamente para la hora de comer, esa humedad tan caliente, el pasillo de suelo de terracota con una pared llena de plantas que lleva al patio, la vez que Bianca tuvo cachorros, los gatos: Alai, Canguro y Ladilla, el sapo, las ranas, los tuqueques, las iguanas siendo perseguidas por mi mamá por comerse sus matas, lo colibríes y hasta las culebras (pequeñas, eso sí). Es una casa en que aún viven nuestras cosas, pero no nosotros. Sí viven, o eso desea uno, nuestros seres pasados, los espectros de los recuerdos de lo que allí pasó.
A esa casa llegué sin muchas ganas. Veníamos de Caracas, de mi ciudad, y sin yo estar muy convencida. Estuve unos meses viviendo con la abuela mientras Chicho terminaba su preaviso en Amnistía Internacional y mi mamá corría desesperada por hacer un hogar de esa casita vacía (lo logró). La casa era acogedora, un espacio repleto de cosas, de libros y cojines y cuadros y adornos. Nuestras casas nunca fueron espacios vacíos. Éramos tres acumuladores de nuestros objetos favoritos, coleccionadores profesionales de cosas sin valor monetario, pero mucho sentimental.
Aunque ninguno iba a la iglesia, un cura jesuita, más amigo de mi papá por orígenes y opiniones políticas que por fe, vino a bendecirla. Una de esas tradiciones tan arcaicas como encantadoras que, a mis 11 años, me pareció a la vez extraña e interesante. Mi cuarto tenía un espacio arriba -no al principio, fue una sorpresa de mis papás a la vuelta de unas vacaciones- donde estaba mi cama. Abajo un espacio mío: con mis colecciones de calcomanías, papelería y la carpeta de recortes sobre Titanic. Con mi releído Los tres mosqueteros y, luego, mi primer artículo en el periódico, enmarcado como regalo por mi abuela.
Los libros ocupaban todo el espacio que no era otra cosa. El pasillo, las paredes, una de las habitaciones -"la biblioteca"-, la sala, mi cuarto, el cuarto de mis papás... el único sitio libre de libros era el baño... y la cocina, donde más de una vez me paralicé ante una rana platanera y donde, tras la muerte de mi papá, mi mamá tuvo durante varias semanas un rabipelado de visita.
Recuerdo poco cuando empaqué para irme a Caracas. Supongo que tenía miedo. Esas despedidas siempre me sacan lágrimas desconsoladas en las películas, pero cuando me despedí la mañana que entré por primera vez a la Universidad no miré atrás ni solté una lágrima. Caminé, con pánico, hacia una nueva vida adulta. Lejos de mis papás, lejos de mi perrita, lejos de mis amigos, lejos de esa casa tan especial, tan viva, tan nuestra.
Y luego me fui del país. Dejé esa casa y el país que era mi casa. Y allí se quedó todo intacto, aunque pasara el tiempo, aunque estuviese lejos. Y luego todo se quedó solo, únicamente habitado por nuestros recuerdos y añoranzas... y por tantas fotos y libros y cuadros y plantas.


viernes, 13 de diciembre de 2019

No digas Caracas

Suele pasar... (o de hecho no, no suele pasarme) que recuerdo con intensidad literal mi vieja ciudad. No se trata de haber olvidado o de negar, se trata de haber hecho una nueva vida, de haber reseteado, de haberme hecho adulta en otra ciudad a la que adoro de otra manera y a la que siempre planeo volver (muy al estilo de Sabina, pues). Se trata de que cuando salí de Caracas salí cansada, iracunda y saturada. Salí no entendiendo su encanto, solo viéndola bañada por la luz destructiva del Chavismo, sólo recordándola en sus últimos tiempos, en sus planes sin futuro, sus montañas de basura, en sus motorizados en la acera, en sus círculos bolivarianos, en sus manifestaciones con tiros, en sus pisos impagables, en sus salidas con miedo, en sus aceras y calles incapaces de obviar la paranoia o en las varias ocasiones en que escapé de una puñalada o más por pura suerte.
Salí de Caracas olvidando lo que la quise. Lo intensa, apoteósica, especial, bonita y caótica que es. Lo que viví en ella, a quiénes conocí y se hicieron familia. Olvidando mis mañanas de domingo en el Parque Los Caobos viendo títeres, mi instalación favorita del Museo Bellas Artes llena de espejos y troncos y ese jardín central con flores de loto, mis visitas a Beco y los juegos en el ajedrez gigante de Chacaíto. Olvidando las madrugadas repletas de vino o ron por la Francisco Fajardo o la posibilidad de ver siempre esa montaña enorme y verde que es El Ávila. Olvidando cuando se enciende la cruz de luz que corona la montaña y que anuncia la Navidad o los batidos de Ara, las milhojas de la Danubio y el pollo de El Coyuco, la obra penetrable de Soto y su bola roja de la autopista... o el mural de Zapata o La Previsora o las torres de Parque Central o el Teresa Carreño y esos artesanos a los que tantos zarcillos les compré en la plaza de los museos. Olvidando las tantas cervezas en el Navegante y las arepas de ensaladilla del Mercado de Chacao. O todos los regalos que compramos en la Feria de Navidad del Ateneo y las caminatas con mi papá hasta la casa desde mi colegio en Altamira. Olvidando las residencias Sans Souci y El Ovni y ese Central Madeirense al que fui en pañales... Olvidando el primer día de colegio y el de universidad y esos preescolares de la Fundación del Niño en los que jugué a saquear. Olvidando los hogares imborrables que fueron el piso 12 del edifico Apamate o el 13 del Puerto Santo. Olvidando los balcones enormes, los salones espaciosos y las comidas de domingo en la cocina de mi tía Carmen y mi tío Ralph. Olvidando las conversas interminables y los cigarros Belmont y el "Nerea haz más café" de casa de Sonia. Y las Barbies que intercambiamos Deborah y yo y esas noches eternas en que nuestras mamás (la mía, la de Deby y la de Jira) soltaban un "nos vamos" seguido por nuestro silencio y su olvido de que habían querido irse. Olvidando a Jim Angel, nuestro indigente amigo, que tanto cuidó los carros de mis amigos que venían a casa los viernes y que me esperaba entre los árboles del Avenida Vollmer hasta la madrugada para asegurarse de que llegase bien a casa...

Olvidando tanto.

La cuestión es que acabo de ver, por casualidad, una foto de una Caracas llena de fuegos artificiales un 31 de diciembre. Repleta, iluminada, colorida, irresponsable, ruidosa y hermosa. Y no es que pasásemos el fin de año ahí (de hecho solo pasó una vez, la familia siempre se reunía en la casa de la abuela en Acarigua) pero verla así: bonita, ajena a todo el horror, celebrando, viéndola como fue.... me sacó lágrimas. Y exploré Google (esa máquina de nostalgia que está tan a mano) y vi imágenes de la Avenida Bolívar, Bellas Artes, Sabana Grande, la autopista, la Francisco de Miranda, Parque Central, La Previsora, Plaza Venezuela.... y paré. Porque puede que no recuerde con intensidad a Caracas, a mi Caracas, pero no lo hago porque inconscientemente sé que duele demasiado, porque ya no la reconozco, porque en momentos como este me pesa como nunca no haberla pisado en seis años y porque cuando la pisé me pesó no reconocerla y sentirme ajena. Porque en el fondo esa Caracas es solo esa suma de recuerdos, mi Caracas solo existe en lo que queda conmigo (ni nuestros recuerdos físicos los tenemos, están todos en Venezuela). Mi Caracas y todo lo que es solo existe conmigo y por eso, supongo, no me permito añorarla, porque es demasiado triste. 

martes, 19 de noviembre de 2019

Feliz

A veces tras los momentos de crisis llega la calma. Y no es una calma cualquiera, es una desconocida. Una que te dice, sin que sepas bien cómo y por qué, que todo ha de estar estable y, que si no lo está, tampoco es gran cosa. Supongo que cuando llegas a extremos de tener ataques de ansiedad que te paralizan la opción de replantearte cómo manejas las cosas es imperativa. Y no es que la ansiedad haya sido producto de tu incapacidad o de tu sensibilidad, pero lo cierto es que el mundo parece apestar cada día un poco más y dejar que te afecte a niveles extremos no resuelve nada. Vamos, que no se trata de hablar de la ansiedad (esa vieja amiga, como la oscuridad de Simon y Garfunkel, que siempre amenaza con reaparecer) sino del estado de estabilidad del presente. Es extraño para alguien que ha vivido oyendo a su ansiedad hablar de catástrofes posibles e incompetencias que da por seguras, encontrarse en un estado en que está a gusto: a gusto con su vida en su casa y sus rutinas de adulta aburrida y feliz (esto sorprende menos, lleva siendo así varios años), a gusto con el trabajo, a gusto en general con pensar que su vida podría seguir exactamente como ahora y sería feliz.
Lo del trabajo es especialmente sorprendente, no solo por el mencionado ataque de ansiedad, sino por la tendencia de este ser ansioso que soy a encontrarse insatisfecho y buscando otras cosas con el paso de un cierto tiempo (trabajos, casas, cortes de pelo). Nunca he estado demasiados años en un trabajo (en este tampoco los llevo) pero por primera vez puedo ver esta rutina como algo que no me asfixia sino que genera tranquilidad. ¿Es eso haber crecido? ¿Dejar de plantearse la búsqueda de unas respuestas en el trabajo que nunca van a llegar? ¿Optar por la seguridad y la tranquilidad y dejarse de buscar sin saber qué es lo que se quiere? Nunca había sentido tal tranquilidad, tal capacidad de pensar en un futuro sin sobresaltos (obviamente no contando imprevistos) y verlo como algo agradable. Siempre me preocupó, en la adolescencia, crecer para ser conformista. Nunca lo quise. Y ahora pienso que se puede estar descontento y pelear sin estar descontento y molesto con todo. Se puede estar feliz con la vida que se tiene y discutir el mundo que te rodea, se puede ser feliz y dudar de la bondad y la coherencia del mundo, se puede ser feliz haciendo un trabajo todos los días, sin sobresaltos mayores o locuras; se puede ser feliz en la cama siendo abrazada antes de dormir, se puede ser feliz hablando hasta las 4 am con la persona con la que quieres hablar siempre y de todo, se puede ser feliz al sentir una nariz fría que se te acuesta en la pierna, se puede ser feliz mirando desde la cocina a tus dos chicos jugando en el sofá.

Se puede ser feliz.  

miércoles, 8 de mayo de 2019

Suficiente

Cuando llegas a este estado en el que estoy, uno en el que lloras en el escritorio de manera malamente disimulada, uno en que no duermes bien y tienes pesadillas, uno en que tu tiempo libre se dedica a evadir como sea (vino, sueño, series), uno en que quieres hibernar y no salir nunca, uno en que llegaste a un hartazgo general que ocupa tanto que, como si tuvieses una bola de cristal, sabes que no vas a salir de él... sabes que es tiempo de un cambio. No es la primera vez que un trabajo me sume en este estado de desesperación que termina por afectar hasta mis relaciones (la gente quiere entender, pero no es fácil tener que lidiar con un fantasma de quien conocen). De hecho, esta vez ha sido más rápido. Supongo que la razón es que la suma de las partes es mayor que el producto; que haber aguantado que jefes, de hoy y ayer, jueguen al azar con tu horario y tu carga de trabajo se va sumando en la psique hasta que se llega a un llegadero. Porque lo mío es eso, un llegadero. De hecho, no solo aparece en mi cabeza la posibilidad de un cambio (eso se da por sentado, no hay que aguantar malas situaciones si se puede), sino que directamente viene la posibilidad de dejar todos mis años de experiencia atrás. ¿Para qué comencé a trabajar con 18 años? ¿Para qué perdí todas mis vacaciones universitarias y me metí de lleno en mis prácticas? ¿De qué sirvió comenzar en prácticas en un sitio que, desde mi inicio en el mundo laboral, se aprovechó de mí y mis ganas de aprender y trabajar? ¿De qué sirven años de trabajo, de logros, de pruebas de profesionalidad? De nada o de poco. En cada trabajo en el que me encuentro la conclusión, tarde o temprano, es que eres un ser a explotar: de nada vale un contrato (si lo tienes, que... aleluya) porque tu tiempo, tu carga de trabajo y lo que dice ese papel no vale. ¿Cuándo se hizo normal y aceptable que se salten las horas de una jornada con regularidad y sin consecuencias? ¿Cuándo se hizo normal y aceptable que la distribución de trabajo se haga sin sentido y cargando a algunos de cantidades de trabajo absurdas y a otros de nada? ¿Cuándo se hizo normal y aceptable que quejarse de esto resulte una malcriadez y no un derecho? ¿Cuándo se hizo normal y aceptable que, producto de todo esto, se nos rebajen los sueldos de facto sin ninguna consecuencia?
Vete. Esa es la palabra que suena. Pero ¿a dónde? Porque esto lo he vivido en todos los trabajos que he tenido en 35 años. Y el problema no soy yo, aunque muchos puedan insistir (y conste que no soy perfecta ni mucho menos, pero soy bastante buena empleada: tengo muchos deseos de complacer a figuras con autoridad... una de mis taras emocionales). Es que esto se haya normalizado tanto que el problema lo parezca yo. Y que por "ser el problema" y por no tener opciones que no sean exactamente lo mismo tenga que llegar a este estado. Este en el que lloro, evado y no duermo.
¿Cuándo se hizo normal y aceptable que en las oficinas, en los trabajos, la gente camine con cara de funeral y se beba cuatro copas de vino en la comida todos los días? ¿Cuándo se hizo normal y aceptable llegar a casa tan tarde que solo cenas y caes dormido? ¿Cuándo se hizo normal y aceptable que regresar de vacaciones sea un infierno porque lo que te espera es acumulación de lo que no se hizo porque no estabas? Nos pasa a todos, es una epidemia. Y nos tiene enfermos, adictos y tristes. Y no debería ser así. ¿Es la solución irse de la ciudades? ¿Salir del sistema? ¿Trabajar en una panadería o una tienda y olvidar esos años de universidad, de máster y de experiencia? ¿Es la opción optar por vivir de otra manera que no nos exprima?
Yo, a los 35 años creo que sí, ahora solo tengo que descifrar cómo hacerlo. 

jueves, 3 de enero de 2019

Se van sin ti

Y pasa. En la distancia pasa. Y no importa cuánto no lo quieras, cuánto lo evadas... en la distancia vas a perder gente, gente que quieres mucho, gente que quiere mucho gente a la que quieres mucho, gente que te quiso mucho... y no estarás ahí. Hiciste tu hogar fuera del sitio que era tuyo y allá dejaste a los tuyos, a muchos de los tuyos. Y con el tiempo esos tuyos se irán yendo y no estarás ahí para dar un abrazo y decir adiós, ni a ellos ni a los suyos que son también los tuyos.
A mis 34 años (aún faltan unos días para los 35) me he despedido por teléfono de dos personas tan importantes en mi vida que cuesta pensar que realmente no estuve ahí para decirlo en persona (también perdí a mi abuelo, pero con él ambos vivimos y supimos que era la despedida aunque sucediese unos meses antes de su muerte). Fueron conversaciones sostenidas entre te quieros y mocos ahogados (de mi lado), entre llantos contenidos y adioses disfrazados de chao. Dije adiós a mi papá y quien era amiga incondicional y a veces, muchas veces, más familia que gente de mi propia familia.
En la distancia la muerte viene con tono de ocupado, con mensajes de whatsapp y emoticonos que lloran y a los que se les rompe el corazón. En la distancia perder a gente que se ama de manera inexpresable se convierte en un día de dolor de estómago y vino y de dar golpes desquiciados a un saco de boxeo, y en muchos más meses de inestabilidad que navega entre estar bien y no estarlo; se convierte en bailar y llorar, en cenizas abandonadas en una casa en que ya no vives y que no has podido esparcir (y no sabes si podrás nunca), en recuerdos que se convierten en mausoleos a vidas pasadas, la tuya y la de esos amados tuyos, en un duelo que no se acaba porque tampoco comienza del todo, en culpa y añoranza de todas las conversaciones que no se tuvieron.
En la distancia despedirse nunca es verdad, el adiós no se pisa, es ligero y engañoso... permite dejar puertas abiertas y soñar con que en alguna parte esa persona está, no se fue.
En la distancia los funerales son sin ti y los abrazos se dicen y no se dan.
En la distancia no estás. En la distancia estás lejos, tan lejos que no hay kilómetros que lo midan.
En la distancia dejaste a los tuyos.
Y en la distancia ellos se van sin ti.