lunes, 8 de octubre de 2018

Anticlimactic

Hay decisiones en la vida que son definitivamente "anticlimáticas". No, no se trata de que estén en contra del clima -uf, cuántos parecen estarlo ahora... o por lo menos negados a verlo- sino de esa gran palabra en inglés: anticlimactic. La triste traducción al español es decepcionante, pero es que no es realmente eso. Anticlimactic habla de un sentido de anti clímax, de lo contrario a una buena historia, de la vida y su seguir continuo que es eso: anti clímax. En fin, que hablaba de decisiones. A veces concluyes algo que puede cambiar tu vida, modificarla, y piensas que el cambio será obvio y radical, que te sentirás otra... ay cuántas mudanzas, renuncias o rupturas van cargadas de eso. Pero la verdad es que decidir algo es tan personal y tan propio que no se traduce en pancartas o números musicales, solo significa una modificación y el continuar de la vida.
A uno a veces le gustaría que las decisiones fuesen apoteósicas, intensas, radicales. Que las acompañara una banda sonora triunfal. Que al tomarlas estuviese así esa sensación de avance, de conclusión. Que fuesen como el momento de clímax en que el protagonista suelta ese discurso con el que recupera a su amor o en que tras una pelea a muerte se coge al asesino. Pero las decisiones no son más que eventos cotidianos, cosas que pasan mientras pasa el tiempo y poco más. Y aunque sean decisiones importantes nunca son ese discurso o esa pelea a muerte, no llevan a un punto álgido seguido de un final feliz... llevan a los siguientes días que, tal vez o no, van a ser vividos de otra manera.
Supongo -no, tengo claro- que este anhelo de clímax proviene de ver y leer historias, de pensarse como un personaje protagónico en un relato con un final feliz, con altibajos que son los actos de la narrativa y que siempre significan algo. Es como esa fantasía de autorrealización narrativa que es How I Met Your Mother, por ejemplo. Obviando todo lo que no funciona, el envejecido Ted contando su juventud tres décadas después sin que el Ted que se ve en pantalla conozca el camino al que va cumple con este anhelo. Saber, por lo menos luego, que todo lo que pasa, todos los caminos, todas las decisiones, son una suma que lleva a una conclusión y no algo aleatorio que no hace más que avanzar una historia que no tiene estructura clara.
Este anhelo, supongo también, es además una huida de la muerte. Pensar en estructura y clímax y caminos con conclusiones, pensar en historias, da cierto sentido de orden a algo que claramente no lo tiene. Da calma, da agencia al personaje que eres sobre lo que le pasa.
Pero al final, y no se trata de una conclusión triste pero sí realista, nada de esto es cierto. Las decisiones, los caminos, se toman siempre, pensando o no, con buenas consecuencias o no... son eventos aburridamente cotidianos. Las decisiones son anticlimactic porque no somos Ted mirando atrás con 30 años más y no sabemos sus ramificaciones futuras inciertas. Incluso una decisión importante, una que tomas tras pensar mucho y decirte por fin verdades que no querías tal vez oír, sabe a poco cuando el tiempo sigue y a ella misma le sigue otra anticlimactic nueva decisión.

Pero la tomaste, y eso al final, anticlimactic o no, es lo verdaderamente climactic...

martes, 18 de septiembre de 2018

No vale un corte de pelo

Hay días, hay semanas, que parecen ser como una espera, el preludio de algo que cambiará... y claro que no lo son. No lo son porque el cambio no está en el horizonte y es solo tu cabeza deseando una modificación para no sucumbir a esa sensación de hundimiento que da el saber que una situación que cada vez te afecta más no va a cambiar y que, probablemente, va a empeorar. Y sí, es dramatismo, pero más que eso es una crisis mayor... no hay un verdadero drama, pero es esa falta de drama, ese de repente entender que esto es y ya, lo que resulta el verdadero problema. Porque tu cabeza no procesa algo que para los que te rodean es normal (y hasta les pareces una mimada por pedir algo más), porque es posible que estés pasando por una crisis de edad (no es casual que en unos meses cumplas 35), porque tras morir tu papá te ha quedado muy claro lo que importa y lo que no y sientes que la vida te está obligando a darle predilección a lo menos importante y tener casi ningún tiempo con quienes sí importan.
Hace unos años, cuando estaba en un trabajo del que al final fui despedida (fue más una conversación que terminó en ello que algo sorpresivo), tuve una etapa en que me cortaba el pelo cada mes o dos meses. No entendía la necesidad intensa que sentía de modificar mi pelo o el aburrimiento enorme que me llevaba a hartarme tan rápido. Y luego entendí: cortarme el pelo era lo único en mi control. No controlaba lo que pasaba en la oficina o el horror de Venezuela o lo poco que veo a quienes quiero, solo controlaba cortarme el pelo. Era mi forma de sentir que mi vida era mía, de tener cierta certidumbre.
Ahora cortarme el pelo no es una opción (estoy en proceso de dejarlo crecer y ya me lo teñí por lo que eso tampoco es ya una posibilidad) pero me encuentro de nuevo sintiendo una intensa necesidad de modificarlo, de tratar de obtener algún control sobre mi presente. Lo que pasa esta vez es que sé que mi pelo no cambia nada, no realmente. Sé también que no sé si esta sensación se me pase o empeore, que sentir a la vez todo intensamente (como cuando tienes sobredosis de hormonas, pero no la tienes) y tener una inmensa indiferencia puede que sea un estado general por un tiempo, que saltar en ira o hundirme tras un error puede ser mi estar por un rato.
Y sí, se trata de ir a terapia, de procesar por qué estoy como estoy... y eso está en los planes inmediatos. Pero, ¿qué pasa con lo que son hechos ineludibles, con la certeza de que la vida adulta es una cosa y de eso no hay escapatoria? ¿Que sobre ese hecho no hay ningún control? Porque esa realidad no se va a ir por conversar con un terapeuta de la muerte de mi papá mientras estuve lejos, o de ser de ninguna parte gracias a un gobierno terrible y asesino, o de mis inseguridades y enorme ansiedad o del hecho de que el mundo parece haberse decretado en huelga de coherencia... no, porque eso no es algo que se procese, es algo que se asume, un hecho que no tiene escapatoria se hable mucho o no. Es sencillamente ser adulto en esta sociedad y en este tiempo, adaptarse a que las cosas sean mediocres y que los sueños sean pequeños o se ahoguen bajo la presión de las responsabilidades, es matar las ganas de otra cosa para no vivir en este estado... pero ¿no es justamente ceder a ese estado, rendirse?
Ser adulto apesta a veces y esta vez cortarme el pelo no va a ser suficiente. 

jueves, 16 de agosto de 2018

Los veranos perdidos

Gente bajo el sol, aguas cristalinas, cuerpos morenos. Una leve revisión de Instagram en verano muestra estas imágenes una y otra vez. Gente que conoces disfrutando del tiempo libre, del ocio, del mar. Llevo años sin disfrutar realmente un verano. Como mucho me he ido cinco días a la playa y eso ha resultado casi un milagro. Y cada año el verano llega y siempre me pasa lo mismo: primero lo disfruto, por su sol, el terraceo, las cervezas frías y los vestidos hippies, y luego lo detesto, por el calor, por estar atrapada en una oficina o en casa trabajando mientras todos los demás se van, por sentir que pasan los años y los veranos y nunca, nunca, veo realmente el mar, por Madrid y su inexistencia de agua...
Normalmente no se habla de una melancolía de verano, pero yo la sufro. Siento nostalgia de todos los momentos perdidos tirada al sol en la arena, de esos instantes leyendo un libro y soltándolo para refrescarme en el agua. Porque la realidad es que el tiempo pasa, los veranos transcurren y el calor da paso al frío y a otro año.
Cuando vivía en Venezuela -ese territorio aún real pero que ya solo existe en la memoria- no sabía lo que tenía. Ir a la playa cualquier fin de semana del año era algo tan normal, tan cotidiano, tan posible que lo hacíamos poco. Fuera por trabajo (casi siempre) o por otras razones, la playa era algo que visitábamos menos de lo que habríamos querido. Pero mi nostalgia no solo se trata de mis necesidades como caribeña o de esos tiempos perdidos, se trata de algo más. Va de ver la vida pasar y sentir que no se aprovecha, va de ver claramente que es un espejismo pensar que en el futuro se hará esto o lo otro y que solo pasa para callar los gritos que piden vivir ya, aprovechar el presente. Se trata de perder posibilidades de experiencias, de sentir que la vida transcurre solo concentrada en rutinas y trabajos, marcada por las limitaciones, por enormes noes.
Ya estamos a mediados de agosto y mi nostalgia está en pleno apogeo. ¿Será esto la vida para siempre? ¿Sentir añoranza por cosas que no vamos a vivir mientras vivimos haciendo cosas que nos son indiferentes? ¿Es ser adulto estar insatisfecho con todo lo que no se puede hacer por las limitaciones de serlo?
Supongo que en cuanto llegue el frío y la lluvia mi nostalgia dará paso al disfrute de los cambios de estación, a la llegada de los días frescos y la ropa de invierno, pero eso no eliminará la melancolía más profunda... otro año pasa, otro en que se van posibilidades que no volverán, otro en que la juventud se escapa sin retorno (aunque intentemos pensar que no estamos envejeciendo), otro en que la exigencias de ser adulto pesan más que lo que se quiere o el llamado a vivir la vida, otro en que, de nuevo, no disfrutaré del mar...

miércoles, 8 de agosto de 2018

Escribir

Hace mucho tiempo que no escribo, no realmente. Mi escritura se ha convertido en algo esporádico, sin combustible. Son cosas que pasan y no sabes muy bien cómo. De repente algo que era importante, algo que ocupaba un espacio privilegiado en tus pensamientos y en tu tiempo comienza a desvanecerse lentamente... y la libreta en el bolso desaparece, y los documentos en el ordenador son cada vez menos y al final tus palabras se quedan ahí, sin salir, en su lugar de origen, olvidadas gracias a la rutina y los trabajos y la vida en general. Escribir solía ser una forma de liberación, un ejercicio de autoconocimiento y era, también, mi trabajo. Ahora no es ninguna de esas cosas, no realmente. Ya no me descubro soltando palabras en un Word y ya no escribo para medios (hay dos excepciones que confirman la regla, pero de hecho ya no me puedo llamar periodista). De repente escribir se ha hecho funcional, algo que se reduce a pequeños textos y mensajes de Whatsapp, algo que ha perdido su magia.
Pero ha pasado algo. Mi ser escribiente se ha declarado en desobediencia. A pesar de haber estado enterrado entre edición de textos, traducciones, artículos para Internet y copys y haberlo soportado estoicamente, ha llegado el momento en que ha reaccionado, tratando de evitar su inminente -de seguir por este camino- muerte y olvido y la desaparición de una parte importante de quién soy y lo que me gusta.
Escribo desde niña. Con cuatro años dibujé y redacté un cuento sobre una hormiguita. Más tarde pasaba las vacaciones entreteniendo a mis primas con la tarea de escribir historias, en mi caso de detectives. Cuando me planteé ser periodista no se trataba de un afán de descubrir "la verdad", se trataba de escribir (e inconscientemente de resolver mi paralizante timidez). Siempre se ha tratado de escribir. Mi primer trabajo real, en el lugar en que conocí a muchos de los que hoy son ahora esos amigos del alma y que son familia, fue escribiendo. Mi identidad, mi crecimiento se notó en eso, en mis textos. Nos leíamos, leíamos, escribíamos. Teníamos ideas, propuestas, personajes que queríamos entrevistar. Nos perseguía la obsesión de dar con un buen lead.
Y luego por el camino, con la llegada de la adultez, y su asesinato de cierto nivel de entusiasmo infantil, y con la inmigración y sus obligatorias adaptaciones, ese ser escribiente que marcaba mi ritmo, que me hacía escribir hasta los mensajes de Gtalk con gracia y cuidado, comenzó a perder aire y desvanecerse.
Pero hoy ha vuelto a hablar. Ha dicho alto y claro que aún no está listo para despedirse. Que no es mi Bing Bong, que no va esfumarse en una pila de recuerdos olvidados.
Así que aquí estoy, de vuelta, acompañada por mi ser escribiente y frente a la pantalla... escribiendo.
Y la sensación es grata, familiar y cálida. Es volver a un lugar conocido, a ese sitio que pensabas perdido. Es volver a mi casa de la niñez -en ese país que ya no existe- y escribir de nuevo sobre una hormiguita. Es estar en casa de mi abuela, sentada en el patio, pensando las mecánicas de la trama de mi misterio de detectives. Es estar en la redacción de El Nacional dedicando horas a un cabecero (y luego recibir la felicitación del editor por un trabajo bien hecho). Es estar en el ordenador escribiendo con velocidad peligrosa mirando el reloj. Es volver a ese momento reluciente en que un entrevistado dice la frase que sabes que construirá todo lo que quieres contar. Es volver a cada uno de los textos que aún recuerdo con cariño y los que se me hicieron un infierno. 
Es volver.