martes, 22 de marzo de 2011

Patria invisible

Irse nunca es irse. Nunca te vas del todo. Algo de ti se desprende y se aferra a la máquina del aeropuerto que lee el código de barras de tu tarjeta de embarque. Y mientras caminas hacia adentro, hacia ese avión con rumbo conocido (pero desconocido), llena de miedo y expectativa de una vida nueva, esa parte de ti se queda.

Irse es un vivir entre dos mundos en presente. Con una nostalgia que se siente cerca y lejos al mismo tiempo. En el aquí y el ahora de dos sitios, en el que se está y en el que se estuvo.

Y cuando eso pasa algo se transforma, y uno es capaz de ver el mundo de otra forma, más amplio, más grande, más tuyo. Porque al final siempre hay pedazos de ti que se quedan donde estás y estuviste y que continúan transmitiendo para siempre. Muchas versiones de quien eres o fuiste habitando un mundo que no se siente ya tan ajeno.

Y al final lo que se tiene es un territorio propio, un espacio particular. Se es de dos sitios y de ninguno. Se es de ese lugar entre los dos que sólo conoce quien lo habita. No hay pasaportes o aeropuertos autóctonos, pero se necesitan para llegar allí. No se viaja hasta allí, pero se llega por haberlo hecho hacia otra parte. No se tiene dirección ni código postal, pero allí se vive. Siempre viendo a quien está lejos en lo que está cerca, siempre tocando en lo palpable lo impalpable de los recuerdos. Siempre, caminando por calles que son muchas, que son una y otras al mismo tiempo, pero que siempre son las calles inexistentes de ese lugar inexistente del que nunca se sale cuando se llega.

Ese lugar invisible al que una vez que se llega se pertenece para siempre.

domingo, 13 de marzo de 2011

Sentido

Suenan las campanas de una iglesia que no veo y una luz naranja ilumina la página de mi libro mientras despido una tarde hermosa en una terraza. El frío comienza a aumentar, pero aun permanecen los remanentes del sol que iluminó este día de finales de invierno. Y la gente pasa a mi lado hablando en otras lenguas o con otros acentos. Y la cerveza esta fría y el cigarrillo dibuja figuras con el humo. Y de repente todo parece tener sentido. Parece adquirir forma, descifrarse delante de mi sin que logre entender el código, pero consciente de que todo, cada persona, cada campanada, cada sonido de la página al pasar, debe estar ahí por una razón. Y no me importa saber cuál es. Eso resulta lo de menos.

Y me doy cuenta, sin pensarlo mucho, que siento una completa e inconmensurable plenitud.

Y siento como si pudiera nombrar y expresar todo. Pero como si al mismo tiempo no hiciese falta. Y siento que todos los que me rodean tienen algo de mí, son algo mío, una extensión, parte del todo de mi existencia y de ese segundo de mi presente. Que podría recordarlos a todos para siempre y que podría abrazarlos a todos con cariño sincero y sentarme en sus mesas y formar de inmediato parte de sus familias.

Y siento que todos los sonidos componen una sinfonía que por alguna razón nunca somos capaces de oír, pero en la que cada uno de ellos tiene un propósito. Y siento con todos los sentidos conscientemente. Y la mesa es una mesa bajo mi mano y el vaso está húmedo y la cerveza fría en mi garganta y la conversación en italiano de los de al lado se mezcla con la de los chilenos de la mesa de mas allá y con la de los peruanos que pasan en bicicleta y con el sonido de las uñas de un perro sobre la acera. Y los bordes y los detalles y la luz parecen más claros, en alta definición.

Y es como si de repente la conciencia de todo lo horrible conviviera en paz con la conciencia de todo lo hermoso y tuviese una explicación clara e incuestionable de que el hombre sea como es.

Y es como si de repente mi cuerpo se sintiera fundirse con el aire, con el roce. Como si mi piel pudiese hablar con respingos silenciosos. Y como si mis ojos no estuviesen ansiosos por mirar sino que miraran con calma, con la certeza de que no se perderán nada porque todo, todo está ahí, resumido y sumado en este momento.