“Tenemos memoria, tenemos amigos / tenemos los trenes, la risa, los bares / tenemos la duda y la fe, sumo y sigo”… En honor a Sabina y sus listas de particularidades universales: tenemos los días de lluvia cuando hay buen ánimo, tenemos Cibeles iluminada, tenemos las noches que no se terminan, tenemos las caminatas en la nieve de un bar a otro, tenemos la entrada gratuita a los museos después de las 19:00, tenemos las aceras para transeúntes, tenemos los edificios de la Gran Vía, tenemos la Plaza Mayor, tenemos la diversidad de Lavapiés, la modernidad de Malasaña, las tiendas especializadas, los chinos, tenemos las viejitas conversadoras, tenemos las terrazas de El Retiro, tenemos Tabacalera y Matadero, tenemos la Carlos III, tenemos los búhos, tenemos el metro de madrugada, tenemos las castañas en invierno, tenemos la ropa de verano, tenemos gangas a un euro en El Rastro y las tostas en la plaza los domingos, tenemos las noches insomnes hablando con los amigos que están lejos, tenemos Neptuno cuando gana el Atleti y toda Madrid cuando gana España, tenemos bibliotecas gratuitas, supermercados repletos y bancos vacíos, tenemos las ganas de caminar sin oír el ipod, tenemos strip poker, tenemos noches viendo pelis en Annie, los partidos del mundial con los amigos, tenemos las caminatas nocturnas sin mirar atrás, tenemos las piscinas en verano, la nieve en el cumpleaños, la calle La Salud, el auditorio Gabriela Mistral, el Reina Sofía, el bar de los venezolanos en la calle Esperanza, el Quevedo y Wurlitzer, tenemos las tapas con las cañas, tenemos la hermandad silenciosa y tacita al oír un acento familiar en otra boca, tenemos el respiro agradecido a la curiosidad sana de los que son de aquí, tenemos el agradecimiento indecible a la preocupación que tienen tus nuevos amigos por ti, tenemos los pisos de La Latina y Tribunal donde se quedaron los papas, tenemos El Paseo de la Dirección y la calle Mira el Sol, tenemos la llegada de la primavera, tenemos el pollo asado en San Antonio de La Florida, y el ínfimo Manzanares, la brisa de playa tan lejos del mar, el cine al aire libre, las litronas, tenemos el Cercanías, la línea 6 y la 9 del metro, tenemos Olavide y El Costello, Fnac y la Cuesta de Moyano, tenemos móvil en vez de celular, piso en vez de apartamento, ordenador en vez de computadora, colega en vez de pana, tenemos la nostalgia sabrosa de descubrir lo se quiere del lugar del que se partió, tenemos la indignación intacta por lo que pasa en donde ya no se está y la indignación nueva por lo que pasa en donde se está ahora, tenemos un frente abierto, tenemos el miedo a lo desconocido, el regusto de lo desconocido. Tenemos un año en Madrid.
jueves, 7 de octubre de 2010
martes, 5 de octubre de 2010
Esperando en la cola del cine
Hay momentos en que verdades que ya conoces, pero convenientemente ignoras, se dibujan frente a ti nítidamente. Son momentos te sorprenden, que te agarran desprevenida y se aprovechan de que no sabes que hacer para demorarse en todo lo que habías tratado de no mirar. El otro día bajaba caminando por Alcalá hacia Cibeles y, claro, hacia KFC, cuando algo me hizo detenerme en seco. En el Paseo Recoletos estaba la Feria del Libro Viejo. Sin moverme y un poco aturdida miré alrededor y en la Casa América una pancarta antes desapercibida resaltó: Festival Viva América. Rebusqué en mi cabeza. Era primero de octubre. Un año en Madrid. Y en esos segundos en que no pude moverme, parada frente a los recuerdos de mi primera semana en esta ciudad, repasé el año y, en especial, los últimos meses.
Mal octubre para cumplir un año. Mal octubre para un aniversario. Una suma de balances poco positivos hacen peso frente al “no quiero regresar a Caracas” que se yergue como una de las únicas razones para persistir. Y claro que no es la única. Tengo amigos, amo esta ciudad. Pero ¿debo quedarme aquí? Caracas no es una opción, pero, tras un año, Madrid es una opción cada vez más oscura. Y seamos honestos, no creo que otra ciudad lo sea menos. Y no es solo lo laboral (aunque es la mayoría del todo), es todo. Tras un año, parada en medio de la calle, me di cuenta que nada me ata a esta ciudad. Que mis únicos vínculos son los amigos del master, nada más. Ni mi piso, ni mi calle, ni lo que escribo. Nada. Aun me siento turista, aun me siento ajena, aun me siento recién llegada, pero al mismo tiempo cargo con el cansancio de haber llegado hace un año y no haber logrado nada.
Es como estar esperando en línea a que tu vida comience. Tienes la entrada, pero por razones que nadie te explica, no te dejan entrar a la sala y retrasan la hora. Pero tú quieres ver la película. Así que te quedas, esperas en línea. Y tu humor fluctúa entre esperanzado y frustrado. Pero sigues sin entrar. Y la gente en la línea te dice que tengas paciencia, que vas a entrar, pero cada vez les crees menos. Y es cierto, no estás sola en esa fila. Hay más gente contigo que tampoco puede entrar. Pero eso no alivia la espera, solo la hace más angustiosa. Porque si ignoran a tantos espectadores ¿quién dice que habrá función? Tal vez la cancelaron y nunca veas la película.
Y te da miedo que tal vez, un día, tras esperar sin respuesta, te resignes y guardes la entrada en la cartera y en el futuro la mires con nostalgia, recordando la que eras en esos días de la fila, y la guardes rápidamente para no mirar tan de cerca lo lejos que estás de esa espectadora que esperaba para ver esa película que al final nunca se proyectó.
Mi ánimo no es el más alegre este octubre. Mucho tiene que ver el clima y la gripe típica producto de los desbarajustes de temperatura. Pero la responsabilidad real es de mi aniversario. Ese que me cayó en seco, cual yunque de comiquita, y que desde entonces me dejó un chichón de dudas que aun no se deshincha.