En Madrid hoy llueve. Y las calles nocturnas, generalmente habitadas por algún ruido, escuchan en silencio la caída de las gotas. Esta es una lluvia bonita, lenta, acompasada. Con algo de romántica y melancólica. Se entiende que, con ella como tercera integrante, haya tantas escenas de amor, de encuentros. La lluvia en la noche tiene algo especial. Los cristales de los autobuses tapizados de gotitas, las luces difuminadas, hasta la gente mojada que para resguardarse se acumula en portales y salientes, se acompaña, se apretuja y roza, se ayuda.
Esta es una ciudad apacible cuando llueve.
Hay algo de desamparo en los días de lluvia. Pero en las noches de lluvia hay algo más. Nadie retrasa la llegada. Todos, remojados y tiritantes, se apresuran hacia ese, su lugar seguro y seco. A ese techo familiar en que, con placer, se despojan de sus húmedas ropas y se enredan en las sábanas.
La lluvia tiene, siempre, algo de disfrute infantil, de libertad esbozada en la democracia de las gotas que no distinguen sobre quien caen. Bajo la lluvia somos sin poses, somos sin imposiciones. Bajo la lluvia somos. Y mientras caminamos y sentimos las gotas caer, como caricias frías, solo deseamos volver a casa.
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