martes, 23 de marzo de 2010

EN CONSTRUCCIÓN

Hay algo que nadie te dice de estar en construcción. Sí, lo sé, se está en construcción toda la vida, pero darse cuenta por primera vez y con certeza de que la verdad es que al mismo tiempo eres una suma de cosas que son tú y una suma de cosas desconocidas que pueden ser tú es confuso. A veces te sume en la melancolía, a veces te dibuja posibilidades infinitas. Pero lo cierto es que pararse, no en una encrucijada de dos caminos sino en un distribuidor de autopista de la vida, no tiene manual. Nadie te prepara para el escenario en que todo esté abierto. Te preparan para planear, para organizar… no para enfrentarte al vacío de lo posible.

No me quejo. No es que prefiera tener una vida dibujada con lápiz imborrable, pero confieso que esta sensación de oportunidad es angustiante. Y como buena angustia tiene regusto amargo y dulce. Y sí, dije que sentía que flotaba. Pero no floto. Estoy aquí, donde estoy en mi vida, porque me decidí a estarlo. Y eso me enorgullece. Tomé decisiones. Pero al mismo tiempo me paraliza. No es una parálisis de las viejas. De esas que me sumían en el estancamiento. Tengo ganas de tomar acción, de dirigirme a alguna parte. No sé si terminaré como monumento o edificio vanguardista. Pero no pretendo quedarme en obras eternas.

En las obras que construyen a Nerea, las de ahora, las que realmente me están construyendo en gerundio, hay cimientos que no sé si quiero. Formas de ser que estaban antes, de las que me agarro porque no conozco otras, pero que nunca me hicieron feliz. Formas de manejar las cosas que sólo me hacen cuestionar al ingeniero que ideó inicialmente esos cimientos. ¿En qué coño pensaba? No necesitamos más sus servicios señor ingeniero, cambiamos el rumbo del proyecto, estamos ideando nuevas líneas de construcción.

Pero el ingeniero es persistente. Los cimientos son profundos. Son cómodos. Ya estaban ahí. Y sin embargo los obreros intentan desmontarlos, derruirlos. A veces con más empeño, a veces con menos. Y las bases han cedido. Ceden cada vez más. Pero son profundas. Se aprovechan de que los planos no están claros para erguirse como la única opción posible. ¿Si no se sabe por dónde empezar, por qué no empezar por lo que ya está construido? Eso propone el anterior ingeniero. El de la Nerea que no se sabía en construcción. Pero el nuevo grupo de arquitectos le recuerda que las opciones de diseño son infinitas. Y que, aunque no fue despedido, ahora tiene que plantearse la reinvención. El ingeniero no está orgulloso de sus cimientos, pero sabe que son fuertes. Los defiende. Y la batalla continua. Pero, para mi tranquilidad, los nuevos arquitectos ganan cada vez más terreno y los obreros hunden más, con cada golpe, sus picos en los viejos cimientos.

jueves, 18 de marzo de 2010

Flotando

En algún momento de los últimos semestres de la universidad pude definir en una imagen cómo me sentía respecto a mi vida. Flotaba. Flotaba a la deriva sin que estuviese en mi control la dirección que tomaba. Mis ojos estaban cerrados. Y si los abría sólo veía el inmodificable cielo azul en todas direcciones. Mis oídos estaban bajo el agua, no sordos, pero sí alejados del sonido de fuera. Atentos, pero a la vez desinteresados. Ahora esa imagen regresa. No con la connotación depresiva que tuvo en su momento, pero sí con cierto tinte de melancolía. Esa imagen es ahora hermana de las sensaciones que tengo cuando camino por Madrid. No la siento mi ciudad ni me siento una turista. No pertenezco ni dejo de pertenecer, sólo floto.

Esta no es una nueva sensación para mi. Sin entender muy bien por qué siempre me he entregado a una especie de quiebre de mi misma cuando las emociones son fuertes. Supongo, como siempre he supuesto, que tiene que ver con salvaguardarme. Así que ante cualquier posible emoción intensa me deslindo. Y aunque esté ahí, hable, sienta y viva el momento lo cierto es que lo veo como espectadora. Lo oigo desde bajo el agua. No asimilo las cosas, sólo me dejo guiar por la corriente. Y aunque el paso de los años es tangible, la verdad es que el correr de los días, cuando tiene que ver con familiaridad y querencia, se me hace más lento. Cada día está separado del otro. No conforman una progresión, son islas individuales de tiempo.

Tengo momentos epifánicos en que sólo ver algún árbol de El Retiro o una callecita de la ciudad me envuelve en una plena sensación de pertenencia, de posesión, de historia común. Al mismo tiempo camino por las calles o vivo en mi apartamento con la sensación de que hay una fecha de expiración. Y que antes de llegar a ella lo único que puedo hacer es seguir flotando, tratando de sacar la cabeza y pedalear un poco para, tal vez, acercarme a donde realmente quiero ir. El problema es que ese sitio aún no está marcado en mi mapa.