Una vez viajé en el tiempo. No fue una de esas experiencias de segundos en que un olor te transporta o una foto te recuerda un momento. Esta vez estuve allí. Volví a mi pasado. Y estuve con cámara subjetiva, viéndolo todo desde mi pequeña altura de ese momento.
Estaba en casa de un amigo. Oíamos a Charly García. No lo había oído en más de 15 años, pero en ese momento no lo sabía. Era música de fondo. Música que ambientaba nuestra conversa - creo que sobre el país - aderezada por ron y cigarrillos. Hasta que sonó esa canción. Con el primer acorde yo ya no estaba allí. Cerré los ojos sin darme cuenta. Estaba en mi apartamento de Chacaíto. El del edificio Apamate. Piso 12, N° 125.
Lo recorría de nuevo. Estaba al lado del tocadiscos, donde otras veces había sonado esa canción, donde otras veces había bailado canciones de Las Flans, al pie del que había jugado con mis muñecas. Estaba la mesa, en la que nunca comimos y que nunca supe muy bien para qué estaba allí. Estaban los cuadros, ese de fondo azul y especie de rayas blancas y de colores que siempre me gustó tanto. El de Botero del dictador. Estaba la biblioteca llena de libros. El poster de Amnistía Internacional detrás de la puerta de entrada. La pecera. La sala con el baúl como mesa de centro. El balcón que daba a ese parque tan maravilloso en el que imaginé tantas aventuras. Estaba el olor que no sé describir: a polvo, a libros, a casa.
El viaje duró lo que duró la canción. Mi amigo no se dio cuenta. Siguió hablando, pero yo no lo oía. Cuando regresé tenía una extraña sensación de desconcierto. La canción era Inconsciente colectivo, qué adecuado. Recordé que ese disco de Charly había sido parte de la banda sonora de mi infancia. Que lo había cantado a voz en cuello con mi mamá en ese apartamento, sin entender muy bien el significado de las letras.
Acabo de ver Summer Hours de Olivier Assayas. Es una película sobre el cambio, sobre el pasado y el cambio. Mientras la veía pensé que siempre se habla de que no deberíamos apegarnos a los objetos, a las cosas, que la vida no es eso. Pero en el fondo sí lo es. Lo que poseemos no importa por el sentido de posesión, sino porque está lleno de recuerdos. Cada pasillo de una casa, cada cajita en una mesa, cada pieza de ropa. Todo está asociado a momentos de nuestras vidas. Nos ofrece un pasaje al pasado.
No creo en aferrarse a lo que ya no está, pero sí creo en resguardarlo, en revisitarlo en ocasiones nostálgicas para recordarnos quiénes fuimos y quiénes somos. El hombre se ha obsesionado siempre con encontrar la manera de volver atrás. Lo que no comprendemos es que viajar al pasado es posible. No cuándo queremos o a dónde queremos. El viaje se presenta sin avisar, sin check in o puerta de embarque. Y, tal vez, por eso nos deja aturdidos. Pero como todo buen viaje, a pesar de regresar cansados y felices de estar en casa, te deja un sentimiento cálido, una certeza de haber vivido algo importante, algo que será importante siempre, aunque haya durado poco.