Vivo bajo Los otros. No es broma. Llevo varios meses en este piso y sobre mi cabeza muebles - imaginados por mí como pesadas moles que arañan suelos a su paso – se mueven a diestra y siniestra. Y no es que me haya sumergido en mi imaginación, que últimamente me sorprende con su tendencia al realismo mágico – aunque no entiendo cómo si vengo del surrealismo hecho país –. Sólo relato los hechos. Todas las noches, sin falta y sin explicación, mis vecinos de arriba se deciden a relocalizar su mobiliario.
Y ahora sí imagino. Los imagino reinventando su día a día… día a día. Rehaciéndose. Reorganizándose. Renaciendo. Cada día son otros. Cada día se mudan de nuevo. Comienzan de nuevo. Nunca estables, nunca sedentarios. Tal vez llegan a su casa tras horas de trabajo extenuante y se dicen que quieren ser otros. Y cada noche lo son. Viven en un sitio diferente, amanecen en un sitio diferente. No hay cotidianidad, no hay el conocer la ruta dentro del apartamento por instinto, el comentar la necesidad de comprar una nueva lámpara. Todo es nuevo. Todo tiene un tinte emocionante de improvisación. Y yo los oigo desde mi cuarto. Mi cuarto ya más personalizado, pero aún temporal. Mi cuarto que en el fondo no es diferente a su mobiliario itinerante. Mi cuarto que me recuerda diariamente que estoy pero no estoy, que vivo pero estoy en una pausa, que soy yo, pero que no me reconozco. En 500 days of Summer hubo una línea que me recordó cómo me siento ahora: “She’d only loved two things. The first was her long black hair. The second was how easily she could cut it off and feel… nothing”. Esas líneas me definen ahora. Cómo algo tan tuyo es algo tan ajeno, cómo algo que te define ya no lo hace, cómo – la verdad – te das cuenta de que nada es estable e inamovible. Todo es pasajero, volátil, pero no por eso desaparece, no por eso se esfuma. Sólo se redefine o … se borra. Pero no deja un vacío, sino otra cosa, algo nuevo. Esas pesadas moles que eran los muebles de quién era ya no arañan el suelo de mi día a día. A diferencia de los de mis vecinos pueden no reacomodarse cada día, pero están en la búsqueda de la mejor distribución posible. Sin prisas. Y, a sus pies, un suelo intocado espera su nueva localización con brazos abiertos.
miércoles, 27 de enero de 2010
lunes, 18 de enero de 2010
Incertidumbre...
Cuando era niña pensaba que a los 26 años todo estaría claro. Ese momento estaba lejos. Es más, no lo pensaba… tenía la certeza. Ya sería adulta. Tendría una vida hecha. Ahora, a pocos días de estar a un año menos de los 30 lo único que tengo claro es que no tengo nada claro. Y sí, me genera miedo. Esta semana todo lo que no quise pensar y que mi cabeza se empeñaba en hacer aparecer de vez en cuando – sin mucho esfuerzo, seducida por lo saboreable del disfrute de la incertidumbre – se atrincheró sin tregua. Todas las dudas sobre quién soy y qué quiero, sobre qué haré, sobre el futuro, me visitaron con planes de quedarse indefinidamente en mi sofá. Y no es que no disfrute del no saber. Por primera vez es un deleite y no una tortura. Por primera vez me entiendo como alguien que no está atado por sus previsiones de mañana. Y me gusta. Pero, al mismo tiempo, me asusta. ¿Qué queda de esa niña que pensaba que los 26 estaban lejos, que eran la adultez? Poco o nada, o mucho. No estoy muy clara. Pero, lo cierto es que todo el peso de lo desconocido, de lo imponderable me visita al mismo tiempo. Lo que más me confunde es mi incapacidad de balancear el no saber con la necesidad de saber, el disfrutar del momento con el tener planes a futuro, la juventud con la adultez. Supongo que este dilema es muy típico de esta edad. Y no es que quiera tener todas las respuestas (sería muy aburrido) pero agradecería tener alguna...
Agradecería saber algo.
Agradecería saber algo.
sábado, 16 de enero de 2010
The new me
Me he descubierto en otra persona. Desde siempre me tuve más o menos calculada. Una lista de características que me definían como Nerea. Unas que me gustaban, otras que detestaba. Pero todas aparentemente inamovibles. Estáticas, imperturbables. Determinadas y determinantes. Sin que yo pudiese hacer mucho por cambiarlas. Pero desde hace unos meses ando en terreno desconocido. Es como si me hubiese bajado del tren en medio de la nada. Sin saber a dónde ir, sin brújula, pero disfrutando del paisaje. Por primera vez en toda mi vida me siento libre de mi misma. Mi estructura, mi autocontrol, siempre férreo, cedió. Comenzó a agrietarse silenciosamente - probablemente hace tiempo - y ahora deja espacio al aire libre, a la entrada de la luz del sol, al sonido del exterior. Es una extraña sensación de tranquilidad que se traduce en una cierta indiferencia, pero una indiferencia poco indiferente, una que ve las cosas como si las conociera pero las estuviese descubriendo de nuevo.
Leyendo cosas que escribí - hace tiempo y sólo para mí - me descubrí diciéndome que deseaba ser espontánea. Que añoraba la posibilidad de optar por lo que realmente quisiera. Ahora estoy cerca. Ya no me arrepiento de lo que digo o hago. Ya está hecho y dicho. Tengo una indefinible sensación de haberme acercado a una verdad absoluta sobre la vida, la siento pasar de vez en cuando, un breve suspiro que me roza levemente. No la veo, pero la presiento. Estoy más allá. No lo estoy en un sentido grandilocuente o soberbio, sino en uno de comunión. Es bastante difícil de describir y sí, suena a esoterismo. Pero no lo es. Sigo siendo la misma escéptica. Pero me siento en otro lado. Otro lado aún indefinible, incierto, y por eso emocionante.
Leyendo cosas que escribí - hace tiempo y sólo para mí - me descubrí diciéndome que deseaba ser espontánea. Que añoraba la posibilidad de optar por lo que realmente quisiera. Ahora estoy cerca. Ya no me arrepiento de lo que digo o hago. Ya está hecho y dicho. Tengo una indefinible sensación de haberme acercado a una verdad absoluta sobre la vida, la siento pasar de vez en cuando, un breve suspiro que me roza levemente. No la veo, pero la presiento. Estoy más allá. No lo estoy en un sentido grandilocuente o soberbio, sino en uno de comunión. Es bastante difícil de describir y sí, suena a esoterismo. Pero no lo es. Sigo siendo la misma escéptica. Pero me siento en otro lado. Otro lado aún indefinible, incierto, y por eso emocionante.
viernes, 8 de enero de 2010
El instante
Es la primera vez que estoy en esta parte del Retiro. Sólo había visto el monumento desde lejos. Pero mientras mis pasos me acercan a sus altas columnas mi caminar se hace más pausado y mis ojos se abren más. No es que sienta predilección por las grandes construcciones alegóricas o por reyes españoles de los que tengo poca información… hay algo más. Mientras intento descifrar el origen de esa sensación de bienestar que respiro, observo. Y me doy cuenta. It hits me. No es el monumento, no es mi emocionalidad desbocada. Es el instante. Ese que obsesionaba a Cartier Bresson. Ese que pasa en segundos, pero se queda. Como una fotografía mental de ese momento en que todas las condiciones para la belleza estuvieron allí, casualmente juntas. Hay poca gente. No los oigo hablar. Como de costumbre oigo música. Y la canción es perfecta. De alguna forma este aislamiento también colabora. Este momento es sólo mío.
El gris de las columnas – o el blanco poco reluciente – no se ve triste. La estructura parece orgullosa, pero acogedora. Como un viejo sabio siempre dispuesto a conversar. Es imponente, pero no intimida.
En medio de un día helado el sol calienta y el cielo se despeja para mostrar un azul intenso que contrasta con los dinteles adornados por esculturas. Mis ojos se entrecierran. Es esa luz de final de la tarde. La rasante. Esa que hace ver todo más bonito, más cálido. Al final de las escaleras está el lago. Al alcance de la mano. También las esculturas. Mujeres desnudas que parecen estar tumbadas disfrutando el sol, que en este momento tiñe de blanco el agua y casi las hace invisibles al contraluz.
Luego de que mis sentidos se regodean en el espectáculo comienzo a mirar alrededor. Una pareja está sentada en uno de los bancos que acompañan las columnas. No hablan. Ella lee. Se apoya en él, lo utiliza como almohada. Es un gesto de historia compartida, de costumbre, de vínculo. Se ven felices. No con esa felicidad extasiada y ruidosa de los nuevos enamorados, sino con la que tiene mucho de satisfacción y suspiro de alivio. Con la que tiene listas de compra del supermercado y turnos para pasear al perro. La de lenguajes silenciosos ya compartidos y cosas que no necesitan ser dichas. Pienso que quisiera ser ella. Que en algún futuro espero ser ella.
Una nube cubre el sol. El momento pasa. Me siento en un banco a escribir para no olvidarlo, aunque no creo que realmente sea posible. Me sonrío. Esa luz rasante de final de tarde sobre esas columnas y ese lago le dio calidez a mi día. Lo dejó teñido de ese color naranja, de ese bronceado saludable con el que se ven todas las cosas a las 4:30 de la tarde. Tumbado al sol como las esculturas y la mujer feliz. Disfrutando en silencio.
El gris de las columnas – o el blanco poco reluciente – no se ve triste. La estructura parece orgullosa, pero acogedora. Como un viejo sabio siempre dispuesto a conversar. Es imponente, pero no intimida.
En medio de un día helado el sol calienta y el cielo se despeja para mostrar un azul intenso que contrasta con los dinteles adornados por esculturas. Mis ojos se entrecierran. Es esa luz de final de la tarde. La rasante. Esa que hace ver todo más bonito, más cálido. Al final de las escaleras está el lago. Al alcance de la mano. También las esculturas. Mujeres desnudas que parecen estar tumbadas disfrutando el sol, que en este momento tiñe de blanco el agua y casi las hace invisibles al contraluz.
Luego de que mis sentidos se regodean en el espectáculo comienzo a mirar alrededor. Una pareja está sentada en uno de los bancos que acompañan las columnas. No hablan. Ella lee. Se apoya en él, lo utiliza como almohada. Es un gesto de historia compartida, de costumbre, de vínculo. Se ven felices. No con esa felicidad extasiada y ruidosa de los nuevos enamorados, sino con la que tiene mucho de satisfacción y suspiro de alivio. Con la que tiene listas de compra del supermercado y turnos para pasear al perro. La de lenguajes silenciosos ya compartidos y cosas que no necesitan ser dichas. Pienso que quisiera ser ella. Que en algún futuro espero ser ella.
Una nube cubre el sol. El momento pasa. Me siento en un banco a escribir para no olvidarlo, aunque no creo que realmente sea posible. Me sonrío. Esa luz rasante de final de tarde sobre esas columnas y ese lago le dio calidez a mi día. Lo dejó teñido de ese color naranja, de ese bronceado saludable con el que se ven todas las cosas a las 4:30 de la tarde. Tumbado al sol como las esculturas y la mujer feliz. Disfrutando en silencio.
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