miércoles, 10 de noviembre de 2010

Marrakech

Mucho. En Marrakech todo existe precedido por el adjetivo mucho. Infinitas cantidades de gente, motos, bicicletas, especias, mercados, luz, gatos. Todo coexistiendo en callejuelas estrechas de puertas hermosas que a primera vista parecen incapaces de contener tanto, pero que, como por arte de magia, parecen expandirse sin que ningún ojo sea capaz de entender el efecto, solo para abarcarlo todo.

En Marrakech todo está vivo, todo se mueve, todo se oye. La vida está afuera, la vida se comparte y, al mismo tiempo, la vida está rodeada de altavoces que recuerdan la hora del rezo y de velos y túnicas y normas. La libertad y la represión conviven, una ruidosa y apabullante, la otra estrecha y contenida, en un lugar que da la sensación de no inmutarse de la contradicción que lo rodea.

Y es esa capacidad de convivir, incluso de disfrutar, la contradicción lo que desde el momento en que se pisa la Medina se apodera de cualquier recién llegado. Porque todo esto, el movimiento, las calles estrechas y los espacios repletos, nunca agobia. Y mientras esquiva motos, ciclistas, carretas tiradas por burros y una muchedumbre en una calle que tiene no más de tres metros de ancho, el visitante se siente extrañamente diferente y en casa, ansioso de absorber con cada célula de su cuerpo el palpitar casi palpable de la ciudad.

No se puede pensar demasiado en el destino cuando se camina por estas calles. Se piensa en el ahora. Se vive en el presente. Y es por eso que al salir, repentinamente, a la plaza de Djema El-Fna la adrenalina hace una pausa de segundos. Allí, en medio de todo, está un espacio amplio, enorme, que parece interminable. Un espacio en que no hay estructuras construidas, un rectángulo en que solo se permiten elementos pasajeros: gente, motos, bicicletas, coches, carros de comida, de venta de jugo de naranja, de especias, artistas callejeros o encantadores de serpientes. Toda la esencia vital de Marrakech parece condensarse ahí, en esos muchos metros de amplitud en medio de la ciudad. Pero hay algo más. Al principio no se sabe explicar muy bien la sensación. Y luego se descubre, y cuando se descubre es ineludible: es el cielo. Porque desde allí y a donde se mire se divisa, siempre, el horizonte. Y el visitante, amaestrado animal urbano, recuerda, como despertando, que esa línea en que la tierra y el sol se unen siempre está ahí, aunque la tapen los edificios. Y, por un momento, tiene la certeza de que las opresiones de la rutina, las crisis de la vida diaria, no importan.

Marrakech parece una formación geológica. Su caótica distribución parece reproducir siluetas naturales, cuevas y pasadizos. Sus edificios reniegan del gris del concreto. Remedan el color del atardecer y del desierto, de la tierra. Marrakech es del color de cuando se cierran los ojos y se pone la cara al sol.

Ningún mapa podría reproducir fielmente los vericuetos de las calles del mercado de Marrakech. Nunca se sabe donde empieza y dónde termina. Parece estar en todas partes, parece funcionar dentro de un laberinto eterno de paredes repletas de objetos brillantes y coloridos. Y eso no importa. Perderse en las calles de Marrakech es encontrase. Caminar sin rumbo es entender que allí el rumbo no existe, que las estructuras y los planes son innecesarios, que solo hay que dejarse llevar. Y de repente, como sucede casi todo en esa ciudad cuando se caminan sus callejuelas, se está solo. Y todo, la muchedumbre y las motos y los burros y los ciclistas y los objetos brillantes y coloridos, se esfuma. Y en ese momento ya no hay adrenalina. Hay paz. Y esa misma necesidad de absorber el palpitar acelerado de las calles repletas, se convierte en la necesidad de absorber el silencio melancólico de las callejuelas, cargado de tranquilidad. Y así se tiene tiempo de admirar el detalle amoroso de los labrados de las puertas o la hermosura triste de la pintura deteriorada de las paredes de las casas o un inesperado jardín de verde intenso que ve pasar a sigilosas mujeres con velo.

No hay forma de definir a Marrakech en una palabra o en una fotografía. Nada que no sea experimentarla –sus calles repletas y sus calles vacías, sus mezquitas y sus turistas, sus tagines y sus pizzerías, sus cafés siempre mirando a la plaza, su canto del rezo lanzado al aire en un idioma incomprensible y hermoso – puede si quiera intentar plasmar la esencia compleja que la compone. Marrakech, para quien la visita, es más una sensación que un lugar.

jueves, 7 de octubre de 2010

Tenemos...

“Tenemos memoria, tenemos amigos / tenemos los trenes, la risa, los bares / tenemos la duda y la fe, sumo y sigo”… En honor a Sabina y sus listas de particularidades universales: tenemos los días de lluvia cuando hay buen ánimo, tenemos Cibeles iluminada, tenemos las noches que no se terminan, tenemos las caminatas en la nieve de un bar a otro, tenemos la entrada gratuita a los museos después de las 19:00, tenemos las aceras para transeúntes, tenemos los edificios de la Gran Vía, tenemos la Plaza Mayor, tenemos la diversidad de Lavapiés, la modernidad de Malasaña, las tiendas especializadas, los chinos, tenemos las viejitas conversadoras, tenemos las terrazas de El Retiro, tenemos Tabacalera y Matadero, tenemos la Carlos III, tenemos los búhos, tenemos el metro de madrugada, tenemos las castañas en invierno, tenemos la ropa de verano, tenemos gangas a un euro en El Rastro y las tostas en la plaza los domingos, tenemos las noches insomnes hablando con los amigos que están lejos, tenemos Neptuno cuando gana el Atleti y toda Madrid cuando gana España, tenemos bibliotecas gratuitas, supermercados repletos y bancos vacíos, tenemos las ganas de caminar sin oír el ipod, tenemos strip poker, tenemos noches viendo pelis en Annie, los partidos del mundial con los amigos, tenemos las caminatas nocturnas sin mirar atrás, tenemos las piscinas en verano, la nieve en el cumpleaños, la calle La Salud, el auditorio Gabriela Mistral, el Reina Sofía, el bar de los venezolanos en la calle Esperanza, el Quevedo y Wurlitzer, tenemos las tapas con las cañas, tenemos la hermandad silenciosa y tacita al oír un acento familiar en otra boca, tenemos el respiro agradecido a la curiosidad sana de los que son de aquí, tenemos el agradecimiento indecible a la preocupación que tienen tus nuevos amigos por ti, tenemos los pisos de La Latina y Tribunal donde se quedaron los papas, tenemos El Paseo de la Dirección y la calle Mira el Sol, tenemos la llegada de la primavera, tenemos el pollo asado en San Antonio de La Florida, y el ínfimo Manzanares, la brisa de playa tan lejos del mar, el cine al aire libre, las litronas, tenemos el Cercanías, la línea 6 y la 9 del metro, tenemos Olavide y El Costello, Fnac y la Cuesta de Moyano, tenemos móvil en vez de celular, piso en vez de apartamento, ordenador en vez de computadora, colega en vez de pana, tenemos la nostalgia sabrosa de descubrir lo se quiere del lugar del que se partió, tenemos la indignación intacta por lo que pasa en donde ya no se está y la indignación nueva por lo que pasa en donde se está ahora, tenemos un frente abierto, tenemos el miedo a lo desconocido, el regusto de lo desconocido. Tenemos un año en Madrid.

martes, 5 de octubre de 2010

Esperando en la cola del cine

Hay momentos en que verdades que ya conoces, pero convenientemente ignoras, se dibujan frente a ti nítidamente. Son momentos te sorprenden, que te agarran desprevenida y se aprovechan de que no sabes que hacer para demorarse en todo lo que habías tratado de no mirar. El otro día bajaba caminando por Alcalá hacia Cibeles y, claro, hacia KFC, cuando algo me hizo detenerme en seco. En el Paseo Recoletos estaba la Feria del Libro Viejo. Sin moverme y un poco aturdida miré alrededor y en la Casa América una pancarta antes desapercibida resaltó: Festival Viva América. Rebusqué en mi cabeza. Era primero de octubre. Un año en Madrid. Y en esos segundos en que no pude moverme, parada frente a los recuerdos de mi primera semana en esta ciudad, repasé el año y, en especial, los últimos meses.

Mal octubre para cumplir un año. Mal octubre para un aniversario. Una suma de balances poco positivos hacen peso frente al “no quiero regresar a Caracas” que se yergue como una de las únicas razones para persistir. Y claro que no es la única. Tengo amigos, amo esta ciudad. Pero ¿debo quedarme aquí? Caracas no es una opción, pero, tras un año, Madrid es una opción cada vez más oscura. Y seamos honestos, no creo que otra ciudad lo sea menos. Y no es solo lo laboral (aunque es la mayoría del todo), es todo. Tras un año, parada en medio de la calle, me di cuenta que nada me ata a esta ciudad. Que mis únicos vínculos son los amigos del master, nada más. Ni mi piso, ni mi calle, ni lo que escribo. Nada. Aun me siento turista, aun me siento ajena, aun me siento recién llegada, pero al mismo tiempo cargo con el cansancio de haber llegado hace un año y no haber logrado nada.

Es como estar esperando en línea a que tu vida comience. Tienes la entrada, pero por razones que nadie te explica, no te dejan entrar a la sala y retrasan la hora. Pero tú quieres ver la película. Así que te quedas, esperas en línea. Y tu humor fluctúa entre esperanzado y frustrado. Pero sigues sin entrar. Y la gente en la línea te dice que tengas paciencia, que vas a entrar, pero cada vez les crees menos. Y es cierto, no estás sola en esa fila. Hay más gente contigo que tampoco puede entrar. Pero eso no alivia la espera, solo la hace más angustiosa. Porque si ignoran a tantos espectadores ¿quién dice que habrá función? Tal vez la cancelaron y nunca veas la película.

Y te da miedo que tal vez, un día, tras esperar sin respuesta, te resignes y guardes la entrada en la cartera y en el futuro la mires con nostalgia, recordando la que eras en esos días de la fila, y la guardes rápidamente para no mirar tan de cerca lo lejos que estás de esa espectadora que esperaba para ver esa película que al final nunca se proyectó.

Mi ánimo no es el más alegre este octubre. Mucho tiene que ver el clima y la gripe típica producto de los desbarajustes de temperatura. Pero la responsabilidad real es de mi aniversario. Ese que me cayó en seco, cual yunque de comiquita, y que desde entonces me dejó un chichón de dudas que aun no se deshincha.

jueves, 16 de septiembre de 2010

Llueve

En Madrid hoy llueve. Y las calles nocturnas, generalmente habitadas por algún ruido, escuchan en silencio la caída de las gotas. Esta es una lluvia bonita, lenta, acompasada. Con algo de romántica y melancólica. Se entiende que, con ella como tercera integrante, haya tantas escenas de amor, de encuentros. La lluvia en la noche tiene algo especial. Los cristales de los autobuses tapizados de gotitas, las luces difuminadas, hasta la gente mojada que para resguardarse se acumula en portales y salientes, se acompaña, se apretuja y roza, se ayuda.

Esta es una ciudad apacible cuando llueve.

Hay algo de desamparo en los días de lluvia. Pero en las noches de lluvia hay algo más. Nadie retrasa la llegada. Todos, remojados y tiritantes, se apresuran hacia ese, su lugar seguro y seco. A ese techo familiar en que, con placer, se despojan de sus húmedas ropas y se enredan en las sábanas.

La lluvia tiene, siempre, algo de disfrute infantil, de libertad esbozada en la democracia de las gotas que no distinguen sobre quien caen. Bajo la lluvia somos sin poses, somos sin imposiciones. Bajo la lluvia somos. Y mientras caminamos y sentimos las gotas caer, como caricias frías, solo deseamos volver a casa.

sábado, 28 de agosto de 2010

Agosto

Ha sido un extraño agosto. Nada de viajes a casa de la abuela, nada de parrilladas familiares, nada de playa. Un mes entero de realidad en cámara lenta. De idas al banco a retirar dinero, de cálculos de presupuesto reducido. Un mes entero de días de largas horas, que transcurren con la lentitud derivada de no saber qué hacer con ellas. De viajes incontables del cuarto a la cocina. De películas, series, libros. De los jardines de Kensington de Fresan y de Mad Men. De cervezas y cigarrillos. De dormir a deshoras y despertarme siempre con sueño, sin importar cuánto haya dormido. De sueños inquietantes e inquietos. De recorridos extasiados por El Retiro. De calor conocido. De ropa de playa. De sandalias y la calle Doctor Esquerdo. Del autobús 15 y el descubrimiento del 202, del Búho N8. De comprar pan de aceitunas y salmón. De aguacates. De adicción al queso de Burgos con nueces. De mucho silencio. Un mes en el que he hablado poco, ya casi ni conmigo. En que cuando converso se me escapan las palabras de vez en cuando, tal vez por el desuso. Un mes en que me veo con dificultades para soltarme en una conversación con amigos de siempre. Un agosto en que agradezco en silencio las horas parada en la caja o barriendo los pisos de KFC. Un agosto en que mi consulta de saldo revela los primeros euros ganados. Un agosto en que admiro, sobria y soñolienta, la belleza de Cibeles en la madrugada a la espera del autobús nocturno. Un agosto en que camino por una Madrid ya familiar. En que no reúno fuerzas para salir de casa. En que me hago amiga íntima de Annie (mi laptop). En que me descubro acostumbrada a cerrar la puerta de mi cuarto aunque este sola en mi piso. En que disfruto de caminar en camiseta y bragas por mi casa. Un agosto de experimentos culinarios exitosos. Un agosto de comida sana y de excesos grasientos, cargados de carbohidratos... y culpables. Un agosto de extremos y también de intermedios. Un agosto con fórmula de promedio y no de moda. Un agosto conmigo. Una extraña vacación, pero vacación. Una vacación de las decisiones y contactos, una vacación de las presiones. Un postergar lo decisivo…

Un agosto que finaliza a las puertas de un septiembre asumido como el límite permisivo de mi abandono.

sábado, 10 de julio de 2010

Horas abiertas

Puedo entender a la gente que se deprime tras años de paro. Entiendo la desesperación que puede generar esa sensación de incógnita, de espacio abierto, de horas ociosas que llenar con algo.

Por mucho tiempo en el periódico mi tortura diaria era mirar el reloj de la computadora, esperando que los minutos hubiesen pasado tan rápido como tan lento se me había hecho el día. Y cuando me arriesgaba a mirarlo, esperanzada, deseosa y lista, allí seguía la hora, sólo unos minutos más tarde de lo que me había parecido una eternidad. En esos momentos quería irme, quería que la tarde pasara y quería llegar a mi casa. Era por eso que los días libres, producto de las guardias de fin de semana y gastados en ver series, películas o leer - lo último en muy pocas ocasiones, porque lo menos que quería era pensar demasiado - no parecían desperdiciados. No tenía energía para otra cosa que no fuese tirarme en un sofá en pijama todo el día. Y no me parecía que estuviese mal.

¿No es ese el sueño de todo el que tiene un trabajo al que llegar todas las mañanas? Lo era para mí, lo era para nosotros. No hacer nada, retirarnos. Con esos soñábamos a los 23 años, quemados por la cantidad e intensidad del trabajo y, afrontémoslo, seducidos por la posibilidad de huir de una adultez que de improviso exigía la mayoría de las horas de nuestros días.

Lo que pasa con sueños como esos, de los que se habla en salidas a fumar a las escaleras de emergencia y en noches de cervezas o vinos, es que cuando se cumplen tienen poco de bucólicos y mucho de la misma desesperación del presente desde el que se soñaban.

Hay algo raro en despertar ante un día de interminables horas abiertas. Hay algo raro cuando por mucho tiempo el despertar pesaba porque se sabía lo que venía, la rutina tan temida del día. Y ahora pesa por lo contrario. Genera una inquietud que no deprime, pero que angustia. El día es largo – mucho más largo en este verano caluroso – y la perspectiva está abierta. Y la cabeza registra el fichero de posibles actividades con avidez, pero no se decide por ninguna. No sabe.

Siempre he disfrutado la soledad. Ventaja y desventaja de ser hija única. Pero últimamente le huyo y no se me escapa la razón. Es más difícil pensar sobre las respuestas que no se tienen cuando estás acompañada, es más fácil asumir las inquietudes sin resolver que te acompañan cuando las reconoces en otros.

Cuando en días como hoy las horas pasan y me muevo imparable por mi piso, por mi cuarto, en busca de algo que hacer; cuando en días como hoy no veo a nadie y casi no hablo o hablo sola; cuando en días como hoy el calor arrecia esté dentro o fuera; cuando en días como hoy la inquietud es tan grande que no puedo concentrarme en leer o ver una película; cuando en días como hoy estoy activa pero sin saber dónde poner la energía… deseo estar de nuevo en el periódico, deseo tener que terminar una nota odiosa y mirar de reojo el reloj, deseo soñar de nuevo con tener infinito tiempo libre, deseo volver al momento anterior en que el presente que tengo era utópico y animaba mis días y no era una realidad en tránsito, un esperar sin saber qué se espera.

Una vez, en el Reina Sofía, entré a una sala vacía. Esa era la obra. Una sala enorme, pintada de blanco. Mientras caminaba con Edgar por ese espacio me invadió una angustia indefinible. Se lo dije. Y me dijo algo que en el fondo es la conclusión de todo esto. “En el mundo moderno no sabemos qué hacer con el vacío”. Estamos tan asustados que preferimos – aunque es cierto que también se nos exige – llenar nuestros días, correr de un lado a otro, siempre ir contra el reloj. Porque mirar el reloj sólo por mirarlo intimida. Te para frente a ti mismo y te pregunta, te interpela. Y eso, aunque grandioso, da mucho miedo.

miércoles, 30 de junio de 2010

Up we go

We’re adults. When did that happen?


Es mi primer encuentro. Y como primer encuentro es incómodo. Es inesperado (aunque previsible), inoportuno (lo sería siempre de todas formas), y me deja sin herramientas de respuesta. No avisa de su llegada, sólo se presenta. Yo pensaba que la conocía. No. Ahora comienza, ahora se me presenta, ahora me da la mano y me mira a los ojos, intimidante. “Hola... soy la adultez”. Y la miro sin mirarla a los ojos – como es mi costumbre – y la reviso de arriba abajo y no sé leerla. No sé qué quiere. O, sí lo sé, pero no sé cómo dárselo y no sé si quiero o puedo.

Creí que ya la conocía, que sabía manejarla y manejarme con ella. Creí haberla visto a la cara no hace mucho y haber asumido su ingobernable presencia. Pero mientras la miro, sin mirarla a los ojos, me doy cuenta de que todo lo anterior fue un ejercicio.

Siempre me creí madura. Una adulta enana que medía las consecuencias de sus actos y argumentaba sus opiniones. En realidad aún soy una niña. Creo que nunca dejaré de serlo. Y esa niña se presenta tomada de la mano de la adultez y me saluda, sonriente y ajena a la confusión que me genera todo.

No sé si es normal que a la vista de la verdadera adultez te des cuenta de que eres realmente y aún una niña. Supongo que sí. Es una conclusión que proviene de la comparación, del contraste. El problema es que la niña no sabe cómo asumir lo que no puede eludir. Recurre a sus herramientas de siempre, pero no valen. Se requieren nuevas. Dónde se encuentran, dónde está el Adultez for dummies. En ninguna parte. Así la niña y la adultez te miran, una ingenua y distraída con el moverse de las hojas y la otra severa y a la espera de una respuesta sin la que no se irá. Porque ambas tienen maletas. Pero una la tiene para montarse en el tren e irse y la otra la tiene para mudarse contigo.

lunes, 21 de junio de 2010

Descarga

Al parecer ser periodista no sirve de nada. Y menos periodista venezolana con experiencia venezolana. Si soy honesta siempre lo sospeché. Sí, ser periodista te permite acceder a cosas ajenas a los “mortales”, sí, te permite escribir de la realidad y convertirte en “generador de opinión”; sí, te pone en la misma categoría (aunque sea una falacia con todas sus letras) de Hemingway, Capote o García Márquez. Y ¿qué? El problema con ser periodista es que no se sabe muy bien qué eres o qué haces. Tus funciones, aunque relativamente claras cuando trabajas en un medio, no son de conocimiento común. Y eso no hace que, como en el cine y la literatura, estés rodeado de un halo de misterio y de coolness… sólo hace que seas poco más que inempleable.

En el trabajo de buscar trabajo cinco años de experiencia en un periódico de otro país valen poco. En el trabajo de buscar trabajo esos mismos cinco años te hacen descartable porque no son experiencia en los trabajos que estás buscando. Porque, my friends, esa idea del cine en que la gente trabaja de lo que sea en cuanto llega a otra parte es, como que yo tenga algo en común con Hemingway, una GRAN falacia. No. Para trabajar de “cualquier cosa” también se requiere experiencia. Nadie quiere a una inútil con las manos, aunque rápida tecleadora, de camarera. Es lógico. Nadie quiere a alguien que puede escribir una nota de una página en dos horas atendiendo clientes.

Da igual que repitas en incontables (y cada vez más destructivas para tu autoestima) entrevistas que aunque tengas poca experiencia en atención al cliente trabajar en un periódico te enseñó a tratar con gente, a generar empatía, raport. Cuando repito esa frase (ya no sé cuántas veces dicha) recibo una mirada en blanco, un “Simply my dear I don’t give a damn”. Porque realmente no importa. Soy inempleable porque nadie quiere a una trabajadora de 26 años que no tiene más que experiencia de redactora en un periódico. Nadie salvo, claro, algún medio. Pero eso sería imaginar una tierra de hadas en la que, en medio de la crisis actual, los medios contraten y, no sólo eso, sino que contraten a una periodista extranjera por encima de los periodistas españoles que no tienen trabajo.

Hace algunos meses me sentí aquí. Por fin, por primera vez, me dejé sentirme aquí. Me dejé reconocerme aquí, asumirme aquí, verme aquí. Y ahora, gracias a ese desliz de mis muros protectores, la posibilidad de volver es aún más difícil. Porque no tiene que ver sólo con el desastre, con el país, con Caracas. Tiene que ver con que me vi siendo otra. No en este presente, no. Me vi. Me vi viviendo aquí. Me vi saliendo en las mañanas de domingo al Retiro, me vi tomando cañas en terrazas con mis amigos, me vi recibiendo visitas y organizando cenas, me vi buscando apartamentos, me vi optando por caminar en vez de tomar el metro, me vi sonreír más que otra cosa…

Me vi… y ahora ya no me veo.

martes, 1 de junio de 2010

Sandalias

Eran libres. En Caracas mis pies eran libres. Cierto que los embutía en botas de vez en cuando y que muchas veces más que las que menos se arropaban en mis converse. Pero siempre tenían la posibilidad de ser libres. Nada de inviernos helados, ni de aceras resbaladizas por la nieve cuajada. Nada de decisiones de calzado influidas por un clima de cuatro estaciones. Cada mañana podían esperar ser libres. Acomodarse sin límites en mis sandalias o mis havaianas y ser felices. Claro, esto significó también muchos fiascos de charcos de dudosa (y mejor desconocida) procedencia en el Centro y el desarrollo de una resistencia tenaz al ataque extremo de los elementos. Pero no les importaba. Eran libres. Y con la llegada de la primavera volvieron a serlo. Se desperezaron, guardaron sus indumentarias de cuero del invierno y sus varios pares de medias y se desnudaron. Dispuestos a no taparse más, salvo con alguna tira de cuero o de goma poco invasivas.

Hoy es un día de playa en Madrid, una ciudad sin playa. La brisa que entra por la ventana, la misma que sentía al caminar a mi casa de regreso de una terraza, es la misma de las noches frente al mar y la piscina en Morrocoy. Ni fría ni tibia, perfecta. Bien recibida, no invasiva. Una brisa que acompaña y ameniza conversas que se extienden no sólo por el gusto de conversar, sino por el gusto de conversar siendo rozada por ella. Y es en este día – que no es el primero y, claro, no será el último por un tiempo –, en este día en que mis pies son libres, que me transporto a los viajes a la playa, a mi ciudad, a mi gente, al ipod y las cornetas, al señor Antonio, a las incursiones nocturnas en el agua tibia y las conversas hasta incalculables horas de la mañana, a los records de horas sin dormir. A momentos felices.

Nunca se piensa en lo cercano que es el clima, en la asociación directa que hace tu cabeza entre la temperatura y luz de los días y tus propios días. Y existe. Me siento más cerca estando igual de lejos con esta brisa, este sol y estos 30 grados. Estoy, sin estarlo, allí. Con un vaso de ron, una canción cantada a voz en cuello, un vestirse con cualquier ropa sólo porque te sientes feliz y te da lo mismo, un no pensar en el mañana, una despreocupación absoluta, una felicidad conocida.

Y allí, estando sin estarlo, mis pies están descubiertos, a merced del sol, de regreso a su verdadero espacio, ese que no se atiene a límites de calzados represivos, ese que reniega del recato, ese que los deja sentir, milagrosamente, una brisa playera familiar que ronda, a un océano de distancia, una Madrid sin playa.

sábado, 29 de mayo de 2010

Inspiración veraniega

¿A dónde se va la inspiración cada cierto tiempo? ¿Se toma vacaciones cuando se agota al poco de trabajar intensamente? ¿Se tira bajo el sol en una playa mientras uno rebusca frente a la pantalla intentando encontrarla, mirando con desesperación el sol que no podrá tomar? Es como si, sádica y malcriada, apareciera cuando nadie la quiere y se tomara descansos en momentos en que es la única que puede salvar las cosas. Como si un médico sólo estuviese de guardia los días en que hay un solo paciente en la emergencia con un caso leve de asma, y se tomara días libres cuando hay un tiroteo y llegan 12 personas al borde de la muerte. O como si, para no caer en exageraciones como la anterior, el metro funcionara siempre puntual los días en que no tienes que llegar a ninguna parte, pero cuando tienes una cita urgente hubiese una avería y los técnicos estuviesen todos de baja. (Bueno, lo anterior también fue una exageración, pero la hipérbole es parte de mi ser, cómo me he dado cuenta últimamente).

La inspiración no es un fluir continuo, pero, a diferencia de la felicidad (que se dice que aburriría si siempre estuviese allí), no creo que a nadie le molestaría que la inspiración fuese un poco más constante. Tampoco es cuestión de exigirle que no se tome vacaciones, pero podría consultar antes de dejarte abandonado en momentos de emergencia.

No soy de quedarme paralizada frente a una página en blanco. Como últimamente en la vida, no me paralizo, me lanzo. El tema es que igual que últimamente en la vida el lanzarse no significa hacerlo bien, sólo significa superar el miedo. Pero esa hazaña no garantiza que las cosas vayan por buen camino, sólo garantiza que nunca te arrepentirás de no haber pisado ese camino.

El tema con la desaparición de la inspiración es que el suelo en que se apoyan los pies de la mediana seguridad que tienes sobre tu capacidad se tambalea. Y te quedas en un limbo en que no sabes nada. En que tu criterio se esfuma completamente y eres incapaz de discernir.

Ya sé que hace buen tiempo y que abrieron las piscinas, pero no me molestaría que mi inspiración dejara por un momento las ondas relucientes del agua, se levantara de su toalla y me visitara un rato. Mientras tanto sigo sentada, tecleando frente al ordenador, viendo el brillo cálido que está fuera de mi ventana y envidiando en silencio a mi inspiración y a todos los que, felizmente, están tumbados al sol disfrutando de un libro.

jueves, 22 de abril de 2010

Spring is in the air

Hay algo indescriptible en el aire de la primavera. En su nacer y crecer. Lo que te rodea está vivo.

Comienza con unas pocas hojas verdes en algún árbol. Tímidas, solas antes el frío del final del invierno. Con algún pajarito que comienza a cantar más de la cuenta. Un capullo que aparece en ramas hacía nada desnudas. Al principio es leve, casi imperceptible. Pero tus ojos registran algún cambio, aúpan a las hojas solitarias en su lucha contra la inclemencia del viento, sonríen al oír el trinar algo más alegre y esperan con expectación el nacimiento que corregirá la aridez de las ramas de los árboles. Y de repente, sin que puedas decir cuándo pasó, el invierno se ha ido. Y en su lugar la naturaleza resplandece en su momento más alegre. Ya los colores reinantes no son el blanco o el gris. La gama es infinita. Y los detalles, inexistentes en la amplitud del vacío del bajo cero, se reproducen, únicos, en todo lo que ves.

No hay forma de entender - sin verla- la exaltación que tiñe todo en primavera. Mi naturaleza caraqueña, tropical, siempre fue verde, siempre fértil, siempre encontrando resquicios entre el concreto por los que salir a la luz. Nunca la vi dormir. Y ahora, ahora y aquí que vi a la naturaleza desaparecer en ramas oscuras y colores opacos, aprecio sin contenerme su ímpetu de comienzo, sus ganas de buscar el sol, su capacidad de recordar que está repleta, completa e inexorablemente viva.

La primavera tiene mucho de musical de los años 30, mucho de hippie que habla con la naturaleza, mucho de escena de Bambi en el bosque, mucho de tópico asociado con la felicidad más simple. Pero cuando la ves, cuando caminas a través de un Retiro invadido, en todos sus rincones, por flores de todos colores y formas, por una frondosidad de verde voluptuoso, por un sol cálido y un cielo azul; cuando sales de tu casa y en tu calle sonríes con ternura frente a las miles de semillas que vuelan por las aceras en busca de un lugar donde crecer; cuando te encuentras con gente más sonriente y cercana por la calle; cuando disfrutas ver las terrazas en las aceras y repletas de gente tomando cañas al sol, en ese momento, sabes que sí, que no es tópico, que la primavera contiene felicidad, que su esencia de nacimiento, de novedad, de plenitud no sólo cubre las ramas de los árboles y las cuerdas vocales de los pajaritos. Está en el aire que respiras, está a tu alrededor, y, sin que lo notes, también e irremediablemente está contigo.

sábado, 3 de abril de 2010

Ficción (no) cotidiana

Las películas me han hecho daño. O no. Reescribamos esa oración. No es que me hayan hecho daño, pero se han convertido en referentes de vida. Y no en esos referentes a los que recurres de vez en cuando. Me he dado cuenta de que por mucho tiempo fueron mis únicos referentes. Me explico. Por mucho tiempo mi vida se trató de lo que sabía de historias que me habían contado más que de lo que vivía y experimentaba en la mía. Viví a través de las películas, a través de los libros. Por mucho tiempo tuve mucho miedo y me refugié en mis conocimientos secundarios de las cosas a través de lo que me relataba la ficción. Mi vida fue, por un largo período, narración más que acción.

Me doy cuenta ahora de que con el paso del tiempo perfeccioné la capacidad de hablar con mis amigos de los problemas reales que me contaban con ejemplos de la ficción o de historias de otros amigos que me habían sido relatadas. Nunca nada mío. Y no porque sea reservada, sino porque no tenía nada mío que contar en temas de la vida. Y ahora, ahora que vivo en acción, no me encuentro. El terreno es desconocido. No hay comienzo, desenlace y final. Hay segmentos aislados, hay presentes sin guión en los que me tengo que desenvolver sin un papel en el que se desarrolle la escena. Es improvisación. Nada de ficción con guión o con literatura.

Y en estos segmentos de presente en que se representa la acción yo me muevo como puedo, pero luego, cuando llega la hora de darle coherencia dramática o narrativa a lo que ha pasado no hay herramientas. Porque ya no dependo de lo que me imagino, de lo que represento en mi mente, sino de lo hecho y dicho, o no hecho y no dicho, y sus consecuencias. Sin toda la información de la historia no puedo sacar conclusiones, no puedo darme respuestas.

Creo que por primera vez me doy cuenta de que siempre quise estructurar narrativamente mi existencia, llevar hasta el límite esa sensación colectiva de ser el protagonista de tu propia película. Un guión, unas pautas de rodaje y acción. La vida parece más manejable en tres actos. La cosa es que ahora, también por primera vez me doy cuenta, de que me salgo de lo que mi cabeza me dice que está escrito. Ruedo por los bordes de la página, fuera del papel, e improviso. Bien o mal. No lo sé. Supongo que cómo me siento se sentirá quien se sube por primera vez a un escenario a improvisar. Conciencia marcada de tu cuerpo y tus gestos, sudor en las manos, una boca seca y pastosa, dudas sobre por qué estás ahí y si deberías estarlo. Pero luego, tras plantar bien los pies en el escenario, tartamudear un poco y recordar que estas ahí porque quieres, comienzas. Y en ese momento ya no importa que lo hagas bien, sólo importa que fuiste capaz de hacerlo.

martes, 23 de marzo de 2010

EN CONSTRUCCIÓN

Hay algo que nadie te dice de estar en construcción. Sí, lo sé, se está en construcción toda la vida, pero darse cuenta por primera vez y con certeza de que la verdad es que al mismo tiempo eres una suma de cosas que son tú y una suma de cosas desconocidas que pueden ser tú es confuso. A veces te sume en la melancolía, a veces te dibuja posibilidades infinitas. Pero lo cierto es que pararse, no en una encrucijada de dos caminos sino en un distribuidor de autopista de la vida, no tiene manual. Nadie te prepara para el escenario en que todo esté abierto. Te preparan para planear, para organizar… no para enfrentarte al vacío de lo posible.

No me quejo. No es que prefiera tener una vida dibujada con lápiz imborrable, pero confieso que esta sensación de oportunidad es angustiante. Y como buena angustia tiene regusto amargo y dulce. Y sí, dije que sentía que flotaba. Pero no floto. Estoy aquí, donde estoy en mi vida, porque me decidí a estarlo. Y eso me enorgullece. Tomé decisiones. Pero al mismo tiempo me paraliza. No es una parálisis de las viejas. De esas que me sumían en el estancamiento. Tengo ganas de tomar acción, de dirigirme a alguna parte. No sé si terminaré como monumento o edificio vanguardista. Pero no pretendo quedarme en obras eternas.

En las obras que construyen a Nerea, las de ahora, las que realmente me están construyendo en gerundio, hay cimientos que no sé si quiero. Formas de ser que estaban antes, de las que me agarro porque no conozco otras, pero que nunca me hicieron feliz. Formas de manejar las cosas que sólo me hacen cuestionar al ingeniero que ideó inicialmente esos cimientos. ¿En qué coño pensaba? No necesitamos más sus servicios señor ingeniero, cambiamos el rumbo del proyecto, estamos ideando nuevas líneas de construcción.

Pero el ingeniero es persistente. Los cimientos son profundos. Son cómodos. Ya estaban ahí. Y sin embargo los obreros intentan desmontarlos, derruirlos. A veces con más empeño, a veces con menos. Y las bases han cedido. Ceden cada vez más. Pero son profundas. Se aprovechan de que los planos no están claros para erguirse como la única opción posible. ¿Si no se sabe por dónde empezar, por qué no empezar por lo que ya está construido? Eso propone el anterior ingeniero. El de la Nerea que no se sabía en construcción. Pero el nuevo grupo de arquitectos le recuerda que las opciones de diseño son infinitas. Y que, aunque no fue despedido, ahora tiene que plantearse la reinvención. El ingeniero no está orgulloso de sus cimientos, pero sabe que son fuertes. Los defiende. Y la batalla continua. Pero, para mi tranquilidad, los nuevos arquitectos ganan cada vez más terreno y los obreros hunden más, con cada golpe, sus picos en los viejos cimientos.

jueves, 18 de marzo de 2010

Flotando

En algún momento de los últimos semestres de la universidad pude definir en una imagen cómo me sentía respecto a mi vida. Flotaba. Flotaba a la deriva sin que estuviese en mi control la dirección que tomaba. Mis ojos estaban cerrados. Y si los abría sólo veía el inmodificable cielo azul en todas direcciones. Mis oídos estaban bajo el agua, no sordos, pero sí alejados del sonido de fuera. Atentos, pero a la vez desinteresados. Ahora esa imagen regresa. No con la connotación depresiva que tuvo en su momento, pero sí con cierto tinte de melancolía. Esa imagen es ahora hermana de las sensaciones que tengo cuando camino por Madrid. No la siento mi ciudad ni me siento una turista. No pertenezco ni dejo de pertenecer, sólo floto.

Esta no es una nueva sensación para mi. Sin entender muy bien por qué siempre me he entregado a una especie de quiebre de mi misma cuando las emociones son fuertes. Supongo, como siempre he supuesto, que tiene que ver con salvaguardarme. Así que ante cualquier posible emoción intensa me deslindo. Y aunque esté ahí, hable, sienta y viva el momento lo cierto es que lo veo como espectadora. Lo oigo desde bajo el agua. No asimilo las cosas, sólo me dejo guiar por la corriente. Y aunque el paso de los años es tangible, la verdad es que el correr de los días, cuando tiene que ver con familiaridad y querencia, se me hace más lento. Cada día está separado del otro. No conforman una progresión, son islas individuales de tiempo.

Tengo momentos epifánicos en que sólo ver algún árbol de El Retiro o una callecita de la ciudad me envuelve en una plena sensación de pertenencia, de posesión, de historia común. Al mismo tiempo camino por las calles o vivo en mi apartamento con la sensación de que hay una fecha de expiración. Y que antes de llegar a ella lo único que puedo hacer es seguir flotando, tratando de sacar la cabeza y pedalear un poco para, tal vez, acercarme a donde realmente quiero ir. El problema es que ese sitio aún no está marcado en mi mapa.

domingo, 28 de febrero de 2010

Al lado del tocadiscos

Una vez viajé en el tiempo. No fue una de esas experiencias de segundos en que un olor te transporta o una foto te recuerda un momento. Esta vez estuve allí. Volví a mi pasado. Y estuve con cámara subjetiva, viéndolo todo desde mi pequeña altura de ese momento.

Estaba en casa de un amigo. Oíamos a Charly García. No lo había oído en más de 15 años, pero en ese momento no lo sabía. Era música de fondo. Música que ambientaba nuestra conversa - creo que sobre el país - aderezada por ron y cigarrillos. Hasta que sonó esa canción. Con el primer acorde yo ya no estaba allí. Cerré los ojos sin darme cuenta. Estaba en mi apartamento de Chacaíto. El del edificio Apamate. Piso 12, N° 125.

Lo recorría de nuevo. Estaba al lado del tocadiscos, donde otras veces había sonado esa canción, donde otras veces había bailado canciones de Las Flans, al pie del que había jugado con mis muñecas. Estaba la mesa, en la que nunca comimos y que nunca supe muy bien para qué estaba allí. Estaban los cuadros, ese de fondo azul y especie de rayas blancas y de colores que siempre me gustó tanto. El de Botero del dictador. Estaba la biblioteca llena de libros. El poster de Amnistía Internacional detrás de la puerta de entrada. La pecera. La sala con el baúl como mesa de centro. El balcón que daba a ese parque tan maravilloso en el que imaginé tantas aventuras. Estaba el olor que no sé describir: a polvo, a libros, a casa.

El viaje duró lo que duró la canción. Mi amigo no se dio cuenta. Siguió hablando, pero yo no lo oía. Cuando regresé tenía una extraña sensación de desconcierto. La canción era Inconsciente colectivo, qué adecuado. Recordé que ese disco de Charly había sido parte de la banda sonora de mi infancia. Que lo había cantado a voz en cuello con mi mamá en ese apartamento, sin entender muy bien el significado de las letras.

Acabo de ver Summer Hours de Olivier Assayas. Es una película sobre el cambio, sobre el pasado y el cambio. Mientras la veía pensé que siempre se habla de que no deberíamos apegarnos a los objetos, a las cosas, que la vida no es eso. Pero en el fondo sí lo es. Lo que poseemos no importa por el sentido de posesión, sino porque está lleno de recuerdos. Cada pasillo de una casa, cada cajita en una mesa, cada pieza de ropa. Todo está asociado a momentos de nuestras vidas. Nos ofrece un pasaje al pasado.

No creo en aferrarse a lo que ya no está, pero sí creo en resguardarlo, en revisitarlo en ocasiones nostálgicas para recordarnos quiénes fuimos y quiénes somos. El hombre se ha obsesionado siempre con encontrar la manera de volver atrás. Lo que no comprendemos es que viajar al pasado es posible. No cuándo queremos o a dónde queremos. El viaje se presenta sin avisar, sin check in o puerta de embarque. Y, tal vez, por eso nos deja aturdidos. Pero como todo buen viaje, a pesar de regresar cansados y felices de estar en casa, te deja un sentimiento cálido, una certeza de haber vivido algo importante, algo que será importante siempre, aunque haya durado poco.

miércoles, 17 de febrero de 2010

Memoria fotográfica

Recuerdo que una vez, para un trabajo de la universidad, hablé de la fotografía. De cómo es la escenificación perfecta de un instante, el recuerdo de un momento impreso en papel – o colgado en facebook, para los de nuestra era -. La fotografía, en papel o en el ordenador, tiene la capacidad de trasladarnos a un lugar, de captar ese segundo en que fuimos felices, de retratar el pasado con aires – siempre – de presente. Hay una fotografía de mis papás que me encanta. Me ha seducido desde niña. Es en blanco y negro. Allí están, los dos, a principios de su relación. Cuando ya se sabían queridos el uno por el otro pero no sabían que duraría tanto. Retrata un momento juguetón. Un instante feliz. Un regreso a la infancia de dos adultos sumergidos en, lo que sabemos, es el mar de la complicación de las relaciones.

Mi papá – un hombre serio, que por serlo no deja de tener muy buen humor y ser increíblemente tierno – saca la lengua. No al lente. No a mi mamá. Saca la lengua en gesto travieso. Y mira a la nada. Celebra, con la felicidad absoluta que sólo tiene la infancia, el hallazgo de un trozo de hielo. Lo lleva en la mano. Es grande. Al fondo hay un río. El trozo de hielo viene de allí. Flotaba perdido hasta que fue rescatado para sobrevivir para siempre en la memoria de lo impreso. Mi papá lo sostiene triunfante. Mi mamá lo mira. Ella sí lo mira. Sonríe ampliamente. Con una de esas sonrisas que irradian ternura, con esas sonrisas que denotan cariño. Ambos están abrigados. Es invierno. Pero el gesto de ambos transmite calidez. Ese hielo inmortalizado por la cámara de alguien que desconozco desentona. No desentona en términos técnicos, pero sí en la temperatura de la foto. Es invierno, hace frío, sí, pero la imagen retrata todo menos eso. Retrata calor, cercanía, afecto. Retrata una historia por compartir, retrata los momentos que vendrían. Retrata un futuro.

Esa foto me seduce desde niña porque me descubre a unos papás antes de ser papás, a unos papás como yo. Me descubre a dos personas con sensación de posibilidad, con apuestas al porvenir. Porque me dice que antes de ser mis padres, fueron. Y en ese ser encontraron un trozo de hielo, un invierno, en un río. Y regresaron a su infancia y recordaron lo absoluta que puede ser la felicidad por un instante. Y, por casualidades del destino, ese instante, ese instante y no otro, quedó impreso para que, años después la hija de ambos pudiese contemplar esa foto con una sonrisa muy parecida a la de su madre, una sonrisa cálida y tierna, ante ese pasado que no fue suyo, pero que existe en su memoria como un recuerdo. Un recuerdo impreso en papel fotográfico que, a pesar del paso del tiempo, se parece mucho al presente.

martes, 9 de febrero de 2010

Soundtrack nocturno

Madrid es silenciosa de noche. No es que no pasen carros por la calle o gente hablando o borrachos cantando. Pero es silenciosa. Más que silencio lo que caracteriza su noche es el desconocimiento de un sonido. No me tomó más de dos minutos extrañarlo cuando llegué. Es un sonido familiar a todos quienes han vivido en Caracas, uno que ya ni se oye – tan acostumbrados estamos a darlo por hecho -, que se difumina tras la radio del carro o las conversaciones. Es un sonido que tiene cierta sensación cálida, de chocolate caliente en día de lluvia. Que hace de la noche en esa ciudad una oscuridad menos temible.

Las ranitas caraqueñas, incapaces de callar, eliminan la posibilidad del silencio. Son el soundtrack del final del día. Un disfrute plácido que contrasta con lo caótico de la ciudad. Un recuerdo de que, aunque el concreto lo intente, lo verde puede más en ese desbarajuste carreteras y edificios observado por El Ávila que es Caracas. Es una especie de triunfo leve sobre el día a día. Un recuerdo de que, aunque la ciudad parezca hundirse, queda algo de lo que conocimos cuando fuimos niños, algo de quiénes éramos.

Y Madrid es silenciosa. No conoce ese soundtrack. Y tendrá otros. No lo pongo en duda. Pero el mío siempre será ese. Sin importar dónde esté ese agudo llamado nocturno sigue grabado en mis oídos, dispuesto a dar al play cuando se lo pida. Más leve, pero igual de familiar.

Caracas no ha sido santa de mi devoción desde hace mucho, pero el vacío de sonido que genera la falta de sus ranitas cantarinas me recuerda que, a pesar de todo lo que la deteste, esa ciudad caótica y desordenada es capaz de generarme ternura y una sonrisa nostálgica en la distancia.

lunes, 8 de febrero de 2010

Una gota de sangre en el andén

No está limpio, pero no se puede decir que esté sucio. Está sólo usado, caminado, tiene historia. Historia de esa que no borra una escoba o una fregona. Esa que se queda pegada, agarrada fuerte. Pero eso no es lo que llama mi atención. Veo ese piso todos los días, o casi todos, de regreso de clases. Lo que atrae mi mirada, por casualidad y por falta de tener un libro o alguien con quien hablar mientras espero el metro, es una mancha de sangre. Es sólo una gota. La verdad no sé si es sangre. Es roja, la gota, pero de un rojo poco pesado, casi alegre. Me sorprende oírme pensar en la espesura de la sangre, saber cómo es. La última vez que vi sangre en el suelo, que recuerde, era un charco y estaba en la Plaza Miranda y yo iba camino al periódico. Esa vez me asusté. Fue una corroboración de que ese lugar, por el que pasaba todos los días, no sólo era escenario de vidas, sino de muertes. Intenté y logré borrar el pánico de mi cara. Primera recomendación cuando se camina por el centro de Caracas: Nunca actuar como que algo de lo que ves está fuera de lo normal. Al parecer evita – en mi caso, aunque no sé si fue eso, lo hizo – que los malandros te elijan como presa. Eres de ahí, uno más de los nuestros, uno de los que se conocen las reglas y que ve charcos de sangre como quien ve un hombre pasar la calle: con indiferencia. El suelo del centro era también de esos con historia, probablemente más que el de Atocha. Ajado por los pasos de quienes todos los días caminaban por allí hacia alguna parte. Ésta vez, ésta gota, no me generó miedo. Sólo me hizo preguntarme qué habría pasado. Tal vez alguien tuvo un inesperado sangrado nasal, tal vez alguien se cortó con el filo de la página de un libro, tal vez un pintor derramó un poco de su acuarela. Me sorprendió pensar cómo lo que se asocia a algo está directamente relacionado con el lugar y con cómo estás. La “traducción” de la que hablaba un profesor en clase. No me pasó por la cabeza, hasta que me sorprendió que no hubiese pasado, que esa sangre fuese producto de algo violento. Y me di cuenta de que no sólo estoy en Madrid, muy lejos de Caracas. Sino que estoy lejos de Caracas. Lejos de pensar, al borde de un charco de sangre en la acera, en el hombre que desapareció allí, que dejó de respirar y existir allí, a centímetros de donde mis pies estaban, pasando por ese suelo con historia, camino de alguna parte.

miércoles, 27 de enero de 2010

Redistribución

Vivo bajo Los otros. No es broma. Llevo varios meses en este piso y sobre mi cabeza muebles - imaginados por mí como pesadas moles que arañan suelos a su paso – se mueven a diestra y siniestra. Y no es que me haya sumergido en mi imaginación, que últimamente me sorprende con su tendencia al realismo mágico – aunque no entiendo cómo si vengo del surrealismo hecho país –. Sólo relato los hechos. Todas las noches, sin falta y sin explicación, mis vecinos de arriba se deciden a relocalizar su mobiliario.

Y ahora sí imagino. Los imagino reinventando su día a día… día a día. Rehaciéndose. Reorganizándose. Renaciendo. Cada día son otros. Cada día se mudan de nuevo. Comienzan de nuevo. Nunca estables, nunca sedentarios. Tal vez llegan a su casa tras horas de trabajo extenuante y se dicen que quieren ser otros. Y cada noche lo son. Viven en un sitio diferente, amanecen en un sitio diferente. No hay cotidianidad, no hay el conocer la ruta dentro del apartamento por instinto, el comentar la necesidad de comprar una nueva lámpara. Todo es nuevo. Todo tiene un tinte emocionante de improvisación. Y yo los oigo desde mi cuarto. Mi cuarto ya más personalizado, pero aún temporal. Mi cuarto que en el fondo no es diferente a su mobiliario itinerante. Mi cuarto que me recuerda diariamente que estoy pero no estoy, que vivo pero estoy en una pausa, que soy yo, pero que no me reconozco. En 500 days of Summer hubo una línea que me recordó cómo me siento ahora: “She’d only loved two things. The first was her long black hair. The second was how easily she could cut it off and feel… nothing”. Esas líneas me definen ahora. Cómo algo tan tuyo es algo tan ajeno, cómo algo que te define ya no lo hace, cómo – la verdad – te das cuenta de que nada es estable e inamovible. Todo es pasajero, volátil, pero no por eso desaparece, no por eso se esfuma. Sólo se redefine o … se borra. Pero no deja un vacío, sino otra cosa, algo nuevo. Esas pesadas moles que eran los muebles de quién era ya no arañan el suelo de mi día a día. A diferencia de los de mis vecinos pueden no reacomodarse cada día, pero están en la búsqueda de la mejor distribución posible. Sin prisas. Y, a sus pies, un suelo intocado espera su nueva localización con brazos abiertos.

lunes, 18 de enero de 2010

Incertidumbre...

Cuando era niña pensaba que a los 26 años todo estaría claro. Ese momento estaba lejos. Es más, no lo pensaba… tenía la certeza. Ya sería adulta. Tendría una vida hecha. Ahora, a pocos días de estar a un año menos de los 30 lo único que tengo claro es que no tengo nada claro. Y sí, me genera miedo. Esta semana todo lo que no quise pensar y que mi cabeza se empeñaba en hacer aparecer de vez en cuando – sin mucho esfuerzo, seducida por lo saboreable del disfrute de la incertidumbre – se atrincheró sin tregua. Todas las dudas sobre quién soy y qué quiero, sobre qué haré, sobre el futuro, me visitaron con planes de quedarse indefinidamente en mi sofá. Y no es que no disfrute del no saber. Por primera vez es un deleite y no una tortura. Por primera vez me entiendo como alguien que no está atado por sus previsiones de mañana. Y me gusta. Pero, al mismo tiempo, me asusta. ¿Qué queda de esa niña que pensaba que los 26 estaban lejos, que eran la adultez? Poco o nada, o mucho. No estoy muy clara. Pero, lo cierto es que todo el peso de lo desconocido, de lo imponderable me visita al mismo tiempo. Lo que más me confunde es mi incapacidad de balancear el no saber con la necesidad de saber, el disfrutar del momento con el tener planes a futuro, la juventud con la adultez. Supongo que este dilema es muy típico de esta edad. Y no es que quiera tener todas las respuestas (sería muy aburrido) pero agradecería tener alguna...

Agradecería saber algo.

sábado, 16 de enero de 2010

The new me

Me he descubierto en otra persona. Desde siempre me tuve más o menos calculada. Una lista de características que me definían como Nerea. Unas que me gustaban, otras que detestaba. Pero todas aparentemente inamovibles. Estáticas, imperturbables. Determinadas y determinantes. Sin que yo pudiese hacer mucho por cambiarlas. Pero desde hace unos meses ando en terreno desconocido. Es como si me hubiese bajado del tren en medio de la nada. Sin saber a dónde ir, sin brújula, pero disfrutando del paisaje. Por primera vez en toda mi vida me siento libre de mi misma. Mi estructura, mi autocontrol, siempre férreo, cedió. Comenzó a agrietarse silenciosamente - probablemente hace tiempo - y ahora deja espacio al aire libre, a la entrada de la luz del sol, al sonido del exterior. Es una extraña sensación de tranquilidad que se traduce en una cierta indiferencia, pero una indiferencia poco indiferente, una que ve las cosas como si las conociera pero las estuviese descubriendo de nuevo.
Leyendo cosas que escribí - hace tiempo y sólo para mí - me descubrí diciéndome que deseaba ser espontánea. Que añoraba la posibilidad de optar por lo que realmente quisiera. Ahora estoy cerca. Ya no me arrepiento de lo que digo o hago. Ya está hecho y dicho. Tengo una indefinible sensación de haberme acercado a una verdad absoluta sobre la vida, la siento pasar de vez en cuando, un breve suspiro que me roza levemente. No la veo, pero la presiento. Estoy más allá. No lo estoy en un sentido grandilocuente o soberbio, sino en uno de comunión. Es bastante difícil de describir y sí, suena a esoterismo. Pero no lo es. Sigo siendo la misma escéptica. Pero me siento en otro lado. Otro lado aún indefinible, incierto, y por eso emocionante.

viernes, 8 de enero de 2010

El instante

Es la primera vez que estoy en esta parte del Retiro. Sólo había visto el monumento desde lejos. Pero mientras mis pasos me acercan a sus altas columnas mi caminar se hace más pausado y mis ojos se abren más. No es que sienta predilección por las grandes construcciones alegóricas o por reyes españoles de los que tengo poca información… hay algo más. Mientras intento descifrar el origen de esa sensación de bienestar que respiro, observo. Y me doy cuenta. It hits me. No es el monumento, no es mi emocionalidad desbocada. Es el instante. Ese que obsesionaba a Cartier Bresson. Ese que pasa en segundos, pero se queda. Como una fotografía mental de ese momento en que todas las condiciones para la belleza estuvieron allí, casualmente juntas. Hay poca gente. No los oigo hablar. Como de costumbre oigo música. Y la canción es perfecta. De alguna forma este aislamiento también colabora. Este momento es sólo mío.
El gris de las columnas – o el blanco poco reluciente – no se ve triste. La estructura parece orgullosa, pero acogedora. Como un viejo sabio siempre dispuesto a conversar. Es imponente, pero no intimida.
En medio de un día helado el sol calienta y el cielo se despeja para mostrar un azul intenso que contrasta con los dinteles adornados por esculturas. Mis ojos se entrecierran. Es esa luz de final de la tarde. La rasante. Esa que hace ver todo más bonito, más cálido. Al final de las escaleras está el lago. Al alcance de la mano. También las esculturas. Mujeres desnudas que parecen estar tumbadas disfrutando el sol, que en este momento tiñe de blanco el agua y casi las hace invisibles al contraluz.
Luego de que mis sentidos se regodean en el espectáculo comienzo a mirar alrededor. Una pareja está sentada en uno de los bancos que acompañan las columnas. No hablan. Ella lee. Se apoya en él, lo utiliza como almohada. Es un gesto de historia compartida, de costumbre, de vínculo. Se ven felices. No con esa felicidad extasiada y ruidosa de los nuevos enamorados, sino con la que tiene mucho de satisfacción y suspiro de alivio. Con la que tiene listas de compra del supermercado y turnos para pasear al perro. La de lenguajes silenciosos ya compartidos y cosas que no necesitan ser dichas. Pienso que quisiera ser ella. Que en algún futuro espero ser ella.
Una nube cubre el sol. El momento pasa. Me siento en un banco a escribir para no olvidarlo, aunque no creo que realmente sea posible. Me sonrío. Esa luz rasante de final de tarde sobre esas columnas y ese lago le dio calidez a mi día. Lo dejó teñido de ese color naranja, de ese bronceado saludable con el que se ven todas las cosas a las 4:30 de la tarde. Tumbado al sol como las esculturas y la mujer feliz. Disfrutando en silencio.