Un punto blanco en la ventanilla. No tomé tanto para imaginarlo. Estoy bien. Y caen puntos blancos en la ventanilla del taxi que me lleva a mi casa tras un domingo de Rastro y cañas que terminó a las 3 am. Son pequeños, como granizo diminuto (perfecto para la Barbie, como hubiese dicho de niña). Me doy cuenta que nieva. Sonrío. Me emociono. Nunca había visto nieve caer hasta hoy. Me siento en la silla de mi escritorio, al llegar a casa, y miro por la ventana. Hasta la abro y saco la mano para sentir la caída y, de paso, congelarme los dedos. Veo diminutos puntitos blancos atravesar el halo de luz del farol de mi calle. Caer lentamente, pero sin la tersura que siempre imaginé que tendría la nieve. Sólidos, diminutos pero sólidos. Hielo en miniatura. NIEVE. Aún no lo creo y al mismo tiempo me parece familiar. De siempre.
Hoy salí del piso, a arreglar mi problema con la luz – sí, se me olvidó pagarla – y mis pies se encontraron con otra experiencia novedosa. Hielitos en el suelo. Esos puntos blancos ya medio derretidos. Un crujir en cada pisada tentativa sobre un terreno resbaladizo. Y puntos en que los hielitos se resisten a pasar a estado líquido, espacios de blanco níveo en las aceras, en las cortezas de los árboles. Hay algo especial en el invierno. Todo su vestirse con decenas de capas de ropa, su fumar con las manos entumecidas y adoloridas a las afueras de los sitios, su quita y pon eterno, su movimiento bamboleante insistente para combatir la temperatura, su suspiro de alivio al entrar a un sitio caliente, su vapor copioso saliendo de las bocas. Aunque sea frío se siente cálido, cercano, hasta acogedor. No sé muy bien por qué.
miércoles, 16 de diciembre de 2009
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