domingo, 20 de diciembre de 2009

Domingo

42 años en el mismo sitio. Trabajando en el mismo sitio. Qué se sentirá. Creo que esas cantidades de peso, con sustancia, ya no existirán dentro de poco. ¿A quién se le ocurre pasar tanto tiempo en un trabajo? A Domingo. Hoy entré en un bar, uno de Plaza Mayor, sin mucha planificación. Entré en ese como podría haber entrado en cualquiera. Pero fue ese. Y en ese estaba Domingo. Domingo que se jubilaba hoy. Domingo que llevaba 42 años trabajando en la barra de ese bar. Cuando llegué había muy poca gente. Esperaba a Edgar. Me quedaba una hora. Pedí una caña. Y comencé a hablar con Domingo. Algunos clientes regulares, señores de toda la vida, entraban a tomarse una última copa servida por Domingo. Le faltaba un diente, pero su sonrisa era cálida y su buen humor contagioso. ¿Será que uno está tan feliz al irse de un sitio después de 42 años o será que 42 años en un sitio te hacen feliz? Domingo conversaba mientras servía las copas, contaba chistes malos pero acompañados de risas producto de su entusiasmo. Me sonreía con picardía y cariño paternal. Se indignó ante mi confesada soltería asumida. Domingo es el barman soñado. Ese que oye las penas y se ríe con las alegrías. Tanto es así que no pararon de llegar habituales a pagarle sus respetos y a despedirse. Domingo era el alma del bar. O lo era cuando yo estuve, en su último día. Se podía percibir que al día siguiente el lugar no sería el mismo. Que los pobres desafortunados que entrasen no vivirían una experiencia para recordar, sino una vivencia cualquiera. Incluso cuando el bar se comenzó a llenar, luego de que fuese sólo de Domingo – el que comenzó a trabajar allí en 1967 y tuvo de jefes a “un andaluz, uno de Salamanca y hasta al abuelo de éste” – y mío, de nuestra conversa sobre su historia en el bar, sobre su casa, esa en Plaza Mayor; Domingo volteaba a mirarme de vez en cuando con una sonrisa calurosa. Me costó irme. No quería perderme su despedida final. Un billete de 10 euros saldaba, con vuelto, la cuenta de 6 cervezas servidas sin tregua por un atento Domingo. “Ya pagó el señor”, dijo señalando a Edgar que no había sacado su cartera. Insistí. Nada. La respuesta fue la misma. Esa frase y una sonrisa. Un feliz navidad y próspero año nuevo. Le sonreí y pregunté a dónde iba de cañas en Madrid, para verlo algún día e invitarle un trago. Me voy a Galicia, dijo. Sonreí. Agradecí de nuevo. Domingo me invitó 6 cervezas. Le cobró los tragos a sus amigos de toda la vida. A mí me dejó ir sin pagar un duro. Aunque no lo hubiese hecho ya lo había archivado en mi cabeza. Domingo merece ser recordado. Más si se piensa que entré en su bar el día en que se jubilaba, que lo conocí a la ida de sus 42 años en Plaza Mayor. Sonriente y agradable, con el entusiasmo de un principiante, como si no hubiese pasado ni un día.

1 comentario:

  1. Domingo regresará. Le va a resultar difícil aprender a vivir en una aldea de Orense aunque haya añorado durante los cuarenta y dos años de su vida en la Plaza Mayor el acento dulce, pausado, evocador, del gallego de las personas y de las vacas.

    Por la pinta que traen las cosas, va a resultar más dificil que Nerea se devuelva a Caracas o a la capital de los llanos occidentales con el nombre, tan sonoro y eufónico de Acarigua/Araure.

    No digo que ninguna añoranza le alcance (la patria de los escritores, también de guionistas, va acontinuar siendo su infancia, igual que de la de los escritores que no publicamos y de aquellos que ni siquiera escriben), pero si no se es gallega y ha de retornarse a un lugar en que debe mirarse para atrás cada cuatro pasos sólo por un ideal de sobrevivencia, la saudade no llama tan intenso o se resiste mejor.

    Aunque todo es posible, lo sé, cuando en la memoranza que a Nerea todavía debe sonarle memoransa, cabalga un enorme y desproporcionado General Páez verde perico como oxidado con bicarbonato, llama la inmensidad de un horizonte llanero verdeante de océnos de arroz bajo el cielo de un azul de cuarenta grados a la sombra o cárdeno cuando desde Mayo amenaza desprenderse otro océno de verdad, garantista del verde de Páez y del arroz al tiempo.

    Anda, Nerea, cuéntanos y, si puedes, también del negocio más hermoso del mundo: el que tu papá jubilado montó y ha mantenido tantos años en una plaza recoleta de la ciudad.

    Agradecido por el intento

    Pello

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