jueves, 24 de diciembre de 2009

Merry Christmas

Primera navidad sin papás. Sin familia. Solas Sarah y yo. Fue raro. No se sintió como Navidad, pero no se sintió mal. Se sintió como un día cualquiera, pero al mismo tiempo se sintió como una barrera superada. Como un paso dado. Como un después. Hice el esfuerzo por hacer de una cena de dos primas algo celebratorio. Sarah también lo hizo. Terminamos comiendo una comida que nada tiene que ver con nuestra cena navideña tradicional, pero que disfrutamos. Oímos música que nos recordó a nuestros tiempos adolescentes y que nos habló en nuestro español latino. Hablamos. No sé cómo lo pasó ella. para mi fue una experiencia. Extrañé todo, sí. Cuando hablamos con la familia por skype fue novedoso y doloroso al mismo tiempo. Fue estar en otro lado, no sólo en el plan físico. Fue sentirse lejos, literal, física y dolorosamente lejos. Pero descubrí cuánto me quieren y quiero. No sólo mi familia. Descubrí que hay gente a la que le importo y que me importa. Descubrí que tengo una brigada con la que contar. Hoy hablamos de que el amor o las relaciones no son necesarias. Lo son. Pero no. Los amigos pueden ser todo. Y en mi caso, con relación o sin ella, lo son. Los cariños lo son todo. Esos cariños con los que cuentas y cuentan contigo. Que no dependen de mareas emocionales. Que dependen del vínculo incondicional que está ahí, sin importar nada. Que atraviesa extensiones de mar y tierra, que se aprovecha de las ventajas de la tecnología moderna o que, solamente, se expresa oportuna y calurosamente.
Yo nunca reniego de la Navidad, pero tampoco ando con gorrito de Santa. Sin embargo, estando lejos, estando realmente lejos, le deseo feliz navidad a quienes saben que los quiero…

domingo, 20 de diciembre de 2009

Domingo

42 años en el mismo sitio. Trabajando en el mismo sitio. Qué se sentirá. Creo que esas cantidades de peso, con sustancia, ya no existirán dentro de poco. ¿A quién se le ocurre pasar tanto tiempo en un trabajo? A Domingo. Hoy entré en un bar, uno de Plaza Mayor, sin mucha planificación. Entré en ese como podría haber entrado en cualquiera. Pero fue ese. Y en ese estaba Domingo. Domingo que se jubilaba hoy. Domingo que llevaba 42 años trabajando en la barra de ese bar. Cuando llegué había muy poca gente. Esperaba a Edgar. Me quedaba una hora. Pedí una caña. Y comencé a hablar con Domingo. Algunos clientes regulares, señores de toda la vida, entraban a tomarse una última copa servida por Domingo. Le faltaba un diente, pero su sonrisa era cálida y su buen humor contagioso. ¿Será que uno está tan feliz al irse de un sitio después de 42 años o será que 42 años en un sitio te hacen feliz? Domingo conversaba mientras servía las copas, contaba chistes malos pero acompañados de risas producto de su entusiasmo. Me sonreía con picardía y cariño paternal. Se indignó ante mi confesada soltería asumida. Domingo es el barman soñado. Ese que oye las penas y se ríe con las alegrías. Tanto es así que no pararon de llegar habituales a pagarle sus respetos y a despedirse. Domingo era el alma del bar. O lo era cuando yo estuve, en su último día. Se podía percibir que al día siguiente el lugar no sería el mismo. Que los pobres desafortunados que entrasen no vivirían una experiencia para recordar, sino una vivencia cualquiera. Incluso cuando el bar se comenzó a llenar, luego de que fuese sólo de Domingo – el que comenzó a trabajar allí en 1967 y tuvo de jefes a “un andaluz, uno de Salamanca y hasta al abuelo de éste” – y mío, de nuestra conversa sobre su historia en el bar, sobre su casa, esa en Plaza Mayor; Domingo volteaba a mirarme de vez en cuando con una sonrisa calurosa. Me costó irme. No quería perderme su despedida final. Un billete de 10 euros saldaba, con vuelto, la cuenta de 6 cervezas servidas sin tregua por un atento Domingo. “Ya pagó el señor”, dijo señalando a Edgar que no había sacado su cartera. Insistí. Nada. La respuesta fue la misma. Esa frase y una sonrisa. Un feliz navidad y próspero año nuevo. Le sonreí y pregunté a dónde iba de cañas en Madrid, para verlo algún día e invitarle un trago. Me voy a Galicia, dijo. Sonreí. Agradecí de nuevo. Domingo me invitó 6 cervezas. Le cobró los tragos a sus amigos de toda la vida. A mí me dejó ir sin pagar un duro. Aunque no lo hubiese hecho ya lo había archivado en mi cabeza. Domingo merece ser recordado. Más si se piensa que entré en su bar el día en que se jubilaba, que lo conocí a la ida de sus 42 años en Plaza Mayor. Sonriente y agradable, con el entusiasmo de un principiante, como si no hubiese pasado ni un día.

sábado, 19 de diciembre de 2009

Ya no se rebobina

Serán historia. Ya lo son. Es muy probable que si le pregunto a mi prima de 14 años sobre ellos el recuerdo que tenga sea vago o inexistente. Es fácil imaginarlos en la lista de memorias nostálgicas en que figuran los teléfonos de disco o los walkman.
Tenían su propia atmósfera, sus clientes regulares, sus dependientes siempre proponiendo alquilar algún estreno. No hablo de los videoclubs de cadenas internacionales. Hablo de esos regentados por una pareja, por un señor, por una familia. Esos en que al entrar te conocían.
Las películas estaban dispuestas en los pasillos. Generalmente poco ordenadas. Esos pasillos, pequeños o grandes dependiendo del sitio, se recorrían con atención gatuna. En busca de alguna joya aun no descubierta. De alguna película que nunca llegaría al cine que se hubiese colado en el estante. Esa misión incluía sonrisas y gestos de asco dependiendo de las carátulas que tu mirada se consiguiese en el camino. Sonrisas para tus consentidas, que podían llegar a seducirte para alquilarlas de nuevo; gestos de asco para las que se sintieron como pérdidas de tiempo o para las que ni siquiera te dignarías a levantar de su sitio.
Recuerdos asociados a los videoclubs: Ir sin dudar al sitio específico en que estaba una de tus películas favoritas, esa que veías una y otra vez cada cierto tiempo; llegar a reclamar porque la cinta se veía mal y ver al dependiente probar la copia; revisar la carpeta con los recortes de prensa y las caratulas de los new arrivals; los posters que decoraban cada espacio del establecimiento que no estaba ocupado por una estantería; rebobinar – verbo que tristemente desapareció con las cintas – antes de llegar a casa para no tener que sufrir la espera antes de ver la película; oír las recomendaciones del dueño, ya familiarizado con tus gustos; compartir una sonrisa cómplice con otro cliente cuando alguno de los dos escogía una película querida por el otro; las discusiones sobre la cantidad de días que se debían por el alquiler, las tuyas y las de otros clientes...
La cultura del videoclub, el rito de ver películas en VHS, tenían su arte, su particularidad, su magia. Se habla de que los jóvenes de ahora sienten una inexplicable – para los más adultos – nostalgia por su pasado reciente. No es inexplicable. Los cambios llegan rápido. Arrasan con cosas que fueron familiares. Y convierten en cotidianidad a las nuevas. No es nostalgia, es una forma de convencernos de que nuestro pasado existió.

miércoles, 16 de diciembre de 2009

Novedad estacional

Un punto blanco en la ventanilla. No tomé tanto para imaginarlo. Estoy bien. Y caen puntos blancos en la ventanilla del taxi que me lleva a mi casa tras un domingo de Rastro y cañas que terminó a las 3 am. Son pequeños, como granizo diminuto (perfecto para la Barbie, como hubiese dicho de niña). Me doy cuenta que nieva. Sonrío. Me emociono. Nunca había visto nieve caer hasta hoy. Me siento en la silla de mi escritorio, al llegar a casa, y miro por la ventana. Hasta la abro y saco la mano para sentir la caída y, de paso, congelarme los dedos. Veo diminutos puntitos blancos atravesar el halo de luz del farol de mi calle. Caer lentamente, pero sin la tersura que siempre imaginé que tendría la nieve. Sólidos, diminutos pero sólidos. Hielo en miniatura. NIEVE. Aún no lo creo y al mismo tiempo me parece familiar. De siempre.
Hoy salí del piso, a arreglar mi problema con la luz – sí, se me olvidó pagarla – y mis pies se encontraron con otra experiencia novedosa. Hielitos en el suelo. Esos puntos blancos ya medio derretidos. Un crujir en cada pisada tentativa sobre un terreno resbaladizo. Y puntos en que los hielitos se resisten a pasar a estado líquido, espacios de blanco níveo en las aceras, en las cortezas de los árboles. Hay algo especial en el invierno. Todo su vestirse con decenas de capas de ropa, su fumar con las manos entumecidas y adoloridas a las afueras de los sitios, su quita y pon eterno, su movimiento bamboleante insistente para combatir la temperatura, su suspiro de alivio al entrar a un sitio caliente, su vapor copioso saliendo de las bocas. Aunque sea frío se siente cálido, cercano, hasta acogedor. No sé muy bien por qué.

miércoles, 9 de diciembre de 2009

From the freaks

Hablo mucho de haber superado mis miedos. Miedos gruesos, de esos que me tenían paralizada y viviendo dentro de una recia estructura, construida sólo por mí, que me convencía de no arriesgarme, no atreverme, de no vivir. “For the sake of momentum I’m condemning the future to death so it can match the past”, como diría Aimee Mann en la banda sonora de Magnolia. Es cierto que he mejorado. Pero es mentira que me deshice de ellos. Siguen ahí, agazapados, a la espera de que baje la guardia para hacer de las suyas. Como ya no los espero, como ya no convivo con ellos en el día a día, me toman por sorpresa y me doy cuenta una vez que se han ido y me han dejado huérfana de explicaciones y atontada por mis decisiones. Son rastreros y sigilosos, pero efectivos. Pueden más que una cucaracha. Y espero que eso sea sólo una metáfora. Espero que estén exterminados pronto. Que se vayan cayendo muertos progresivamente, como en un comercial de aerosol mata insectos o flis – en jerga venezolana. Y no que sobrevivan hasta una bomba atómica. Espero que sus cuerpitos siempre movedizos y sus cabezas sin ojos visibles caigan patas arriba con el tiempo. Mientras tanto convivo, como siempre, con las consecuencias de sus actos, que son los míos.
Por primera, y no creo que por última, agrego cita. Esta es de Grey’s Anatomy – cuando era buena: primera, segunda y parte de la tercera temporada – y sale de la boca de la autoayudística, pero ciertamente útil por lo acertada en sus reflexiones, Meredith Grey: “A couple of hundred years ago, Benjamin Franklin shared with the world the secret of his success. Never leave that till tomorrow, he said, which you can do today. This is the man who discovered electricity. You think more people would listen to what he had to say. I don't know why we put things off, but if I had to guess, I'd have to say it has a lot to do with fear. Fear of failure, fear of rejection, sometimes the fear is just of making a decision, because what if you're wrong? What if you're making a mistake you can't undo? The early bird catches the worm. A stitch in time saves nine. He who hesitates is lost. We can't pretend we hadn't been told. We've all heard the proverbs, heard the philosophers, heard our grandparents warning us about wasted time, heard the damn poets urging us to seize the day. Still sometimes we have to see for ourselves. We have to make our own mistakes. We have to learn our own lessons. We have to sweep today's possibility under tomorrow's rug until we can't anymore. Until we finally understand for ourselves what Benjamin Franklin really meant. That knowing is better than wondering, that waking is better than sleeping, and even the biggest failure, even the worst, beats the hell out of never trying

domingo, 6 de diciembre de 2009

Dispersa

Llevo todo el día tirada en la cama. Calentador de Pablo a mano y asfixiándome dentro de mi cuarto, en pijama y tapada hasta el cuello con las sábanas y el nórdico – edredón de plumas maravilloso que espanta el frío como si fuese una hoguera encendida – con un dolor de garganta insolente, acompañado de uno de oído, y de cansancio y peso en todo el cuerpo. Ayer despedimos a Flo en el andén del tren. Fue cinematográfico, aunque supongo que lo es más para alguien a la que los trenes y sus andenes al aire libre le parecen ajenos. La despedimos, guantes en mano, desde ese frío horrible que hace en Chamartín, al que ahora culpo de mis dolencias gripales.
Al lado había una pareja – ella se iba en el mismo tren que Flo a Barcelona – y no paraban de despedirse y prometerse vía señas su cariño y los emails que se mandarían. Fue tierno, aunque también compartí cierta risa burlona con Flo. Supongo que será envidia o desconocimiento de ese comportamiento desapegado del entorno y del miedo al ridículo que viene cuando estás perdidamente enamorado. Ni idea. Lo cierto es que ahora, tras un día de inactividad – no me provocó escribir, ver películas o leer, aunque hice todas esas cosas – estoy en mi cama engullendo con disfrute una bolsa de Princesas. Supongo que es buena señal que haya sentido una necesidad insalvable de comer carbohidratos en su versión dulce, acompañados de leche con chocolate. Dan energía. Bajé al chino con indumentaria polar aunque hace poco frío afuera, pero no hay que arriesgarse. Estas galletas son la gloria. Una especie de palmeritas enanas con textura de galleta, no de hojaldre. Son adictivas.
¿Me estaré convirtiendo en una persona egoísta? Esa pregunta me ataca de vez en cuando. ¿Estaré sucumbiendo a mi creciente, aunque débil, seguridad en mi misma? No lo sé. Me da miedo. Siempre me lo ha dado. Eso y ser indiferente. Espero no ser ninguna de las dos. Espero no diluirme en la acomodaticia forma de vida de estos tiempos. No quiero ser malinterpretada. Creo en el individualismo, pero no en la versión de él que significa diluir al otro en el paisaje. Aún no he visto mucho de eso en Madrid y me gusta. Tal vez es porque estoy rodeada de gente increíble. O porque he tenido suerte.
Este post es algo disperso. Supongo que puedo echarle la culpa al dolor de oído y garganta. O a mi descenso a la infancia vía leche con chocolate y galletas dulces.